lunes, 1 de abril de 2013

Del arte de los gestos Por Javier Chiabrando



La era de la imagen impone su propia dictadura. Y no me refiero a la promocionada dictadura kirchnerista que bien descubrieron los libertarios que se llenaron los bolsillos con los milicos, sino a la que nos obliga a abandonar el mundo de las ideas y, contra nuestra blandengue voluntad, someternos al mundo de los gestos. Hoy ya no tiene importancia leerse los mamotretos de Foucault, andar más o menos al día sobre Bourdieu y citar a Borges a cada paso, lo que importa hoy es entender que el mundo cambió porque el papa no usa zapatos de oro con puntas de diamantes sino las pantuflas que compró en Once una tarde de lluvia.
Los gestos son una forma de comunicación que, en tanto el mundo esté repleto de alcahuetes, es más idóneo que estudiarse un millón de libros. Esa comunicación se puede entender de al menos varias maneras: 1) potencian la esencia, sea del individuo, colectivo humano o institución; 2) esconden la esencia; 3) se vuelven la esencia. Porque se puede no tener esencia (o sea ser un ganso), pero no se puede no tener capacidad de generar gestos que se puedan leer. La ausencia de gestos sería un gran gesto (es decir: o estás muerto, o lo parecés).
Dominar los gestos, o mejor dicho, construir a partir de los gestos, es casi un arte, y no es para cualquiera. Porque los gestos deben ir en el sentido de lo que queremos decirle al mundo: zapatos baratos para demostrar humildad, zapatos de moda para demostrar poder económico o ser fashion, mirada piadosa para mostrar humanidad, mirada dura para mostrar fortaleza. Porque una persona sin esencia puede triunfar en la vida, sobre todo si domina el arte del gesto. Pero una persona sin capacidad de comunicar a través de los gestos es complicada de leer, y por lo tanto de apreciar y de ubicar en el anaquel adecuado de la idolatría.
Un discurso construido con gestos es más endeble (como no podía ser de otra manera) que el construido con ideas o palabras. Si uno equivoca las palabras, se puede rectificar. Si uno dice algo inadecuado, puede decir lo adecuado a la primera ocasión. Sea como sea, es difícil (no imposible) que uno diga lo contrario a lo que es o cree. Pero si construye su relato con gestos (exclusivamente, o excesivamente), basta con bostezar en el momento inadecuado para que ese castillo de naipes se derrumbe. Rascarse el culo frente a la familia de la novia, catapulta a la vergüenza. Meterse en dedo en la nariz en cadena nacional, a la burla.
Los gestos son lo que se lee a primera vista, más allá de cualquier otra consideración posible. Casi no vale la pena explicarlo porque es lo que ha estado sucediendo todo este tiempo desde que el jesuita llegó al poder. El jesuita, sabedor de que un gesto vale más que mil palabras, porque ese gesto se volverá una imagen que viajará a la luna si en la luna hay alguien capaz de verla, se cuidó de no ir a Roma sin sus zapatos viejos y, una vez electo papa, de no usar el merchandising santo de oro sino algo más terrenal como el que tiene cualquier abuela.
Esos gestos son tan poderosos que lograron anular por un rato la corrupción, las internas, los crímenes contra menores, y tanta matufia santa. En el caso del papa, el asunto es aún más interesante, porque en la política vaticana los gestos son milenarios y extraordinariamente pomposos. El jesuita entendió que lo más fácil de desarticular eran los gestos que marcaban opulencia y riqueza ante la complejidad de tener que destrabar mafias centenarias y logias internas más bravas que las de Boca y River sumadas.
Los gestos son internacionales, no necesitan traductores. La mujer de César no sólo debe serlo sino parecerlo, dice el proverbio. Y hasta un esquimal entendería que la mujer del César es la gorda llena de joyas y con cara de mirá quién soy parada al lado del César. Los gestos son básicamente exteriores, e influye el lenguaje corporal. Por eso los presidentes norteamericanos se esfuerzan por parecer cowboys. Un país tan infantil no soportaría a un presidente que no se vea fuerte. No importa si es un salame o nunca leyó un libro. Importa que sus gestos transmitan fortaleza. A la hora del levante, los gestos se imponen: presencia, voz, ropa, actitudes, aparecen mucho antes que sabiduría, cultura, bondad, humor. Y cuando ella se dio cuenta de que uno es un salame sin remedio, ya es tarde.
El respeto a los viejos maestros de escuela estaba dado en sus gestos y no en sus cualidades; se lo respetaba por lo que transmitía; y se lo parodiaba por lo mismo. Porque los gestos, a diferencia de las ideas, se pueden parodiar con facilidad. Para parodiar o desarticular gestos, basta con un poco de ingenio, como hacen los imitadores de televisión con CFK. Para desarticular sus ideas, hay que leer al menos lo mismo que ella, y ser igual de inteligente: que es lo que no logra hacer Lanata. He ahí un buen ejemplo: como no logro desarticular las ideas de CFK, parodio sus gestos.
Como en todo lenguaje, hay un emisor y un lector: nosotros. Es decir, hay uno que usa los gestos para vendernos fruta, y otros que compramos fruta. En política, se suele reemplazar la esencia de un político (ideas, acciones, pensamientos, formación), por uno de sus gestos: saber hablar. La política está basada en esa premisa. Si un político habla bien, es un buen político. Es verdad que saber hablar implica una organización de las ideas desplegada en la sintaxis. En eso suele medirse también la inteligencia. Pero lo cierto es que también un discurso se puede repetir de memoria, aún sin llegar a comprender su esencia. Prenda la tele y verá.
Ciertos personajes políticos lograron reemplazar la esencia por gestos. Comprendieron que el discurso podía vaciarse mientras se respetaran otros códigos. Eso se da en Macri y De Narváez, que son sin lugar a dudas los dos hombres cuya exteriorización (incluido sus discursos como uno de sus gestos) son los más vacíos, inocuos, repetidos, irrelevantes. Ese vacío de esencia está reemplazado por otras dinámicas: repetición de muletillas, bombardeo de ideas de marketing (color, frasecitas), etc.
La construcción de una personalidad, discurso, o dinámica, a través de los gestos, necesita de un poco de la inocencia del receptor. Sólo gente muy inocente puede creer que algo cambió en la política vaticana porque el jesuita usó los zapatos de siempre. Nadie se preguntó si lo hizo porque eran recetados, o si estaba en plan de combatir juanetes. La inocencia es inocente pero no boluda. Nadie pregunta por qué Macri o De Narváez dicen siempre lo mismo y con las mismas palabras. Porque la inocencia es inocente pero no escupe al cielo.
La batalla de los gestos ha reemplazado a la batalla de las ideas. Las ideas se pueden discutir y desarticular, con otras ideas, de ser posible; los gestos se pueden amplificar, ignorar, parodiar; no más que eso. ¿Y qué pasa cuando los gestos reemplazan a la esencia pero esos gestos no son tampoco atractivos? Vea a Rajoy, Aznar, Alfonsín o Binner, incapaces de construir un discurso atractivo, vendedor, influyente, pero incapaces también de generar gestos interesantes que los reemplacen, incapaces de hacer como el jesuita y ponerse las pantuflas cuando la cámara te hace un primer plano.

¿Qué me perdí? Por Eduardo Aliverti



Hace un par de domingos, Horacio Verbitsky escribió aquí que “de tanto en tanto, la sociedad argentina es atacada por raptos de euforia en los que un tema central reclama la unanimidad de las voluntades y la exclusión de los disidentes, como si su mera existencia ofendiera la exaltada sensibilidad colectiva. Ese poder hipnótico parece capaz de abolir diferencias, historias personales e intereses sociales. El que no salta es un inglés o un holandés, o un cuerpo extraño a la Nación y enemigo del pueblo”.
Es imposible no darle la razón. Sí supongo que cabe dudar en torno de que esos embelesos pasajeros sean acaso una característica privativa de nuestro pueblo (que no es lo que Horacio dice, aclaremos, sino el desafío de ampliar su concepto). Por causas que pueden ser circunstancias de baja autoestima social, sentimientos patrioteros que permanecen guardados hasta que salta un chip y salen en masa a la superficie, hábiles manipulaciones mediáticas, líderes con muy buen sentido de la oportunidad, temas extremadamente sensibles a la piel de la comunidad, y tanto o poco más, los procesos históricos revelan que ¿casi? ninguna sociedad está a salvo de hechizos enceguecedores. Algunos desembocaron en tragedias civilizatorias que nunca está de más recordar; otros terminan en sensaciones de vergüenza ajena apenas la niebla se disipa; otros confirman que el hombre es el único animal capaz de chocar varias veces contra la misma piedra; otros demuestran que se aprende, cómo no. Lo que sí unifica a esas obnubilaciones masivas es que, aunque las sociedades se recuperen de ellas más tarde o más temprano, en el mientras tanto producen laceraciones intensas, injustas, muy injustas, en quienes predican en el desierto.
Sentirse un paria, un bajoneador del entusiasmo popular. Un fuera de juego, aunque vaya si es mérito no ser parte de un objeto retorcidamente lúdico. Como Verbitsky citó en su nota, los casos del Mundial de Fútbol del ’78 y de la guerra de Malvinas son categóricos. Los argentinos somos derechos y humanos; los desaparecidos andan de paseo por Europa; la pelota y la política no tienen nada que ver; el enemigo carece de espíritu patriótico; que traigan al principito; estamos ganando. En algunos aspectos, quizá se pueda trazar un sinónimo entre esos... arrebatos, digamos, y la papamanía que, dicen, atraviesa a todas las clases sociales. Tengo mis interrogantes acerca de que sea totalmente así, porque presumo que hay mucho, muchísimo, de prédica periodística, que usufructúa bajar línea de reconciliación nacional como eufemismo de una Cristina que debe aprender del Santo Padre y dejar de contender a sus implacables adversarios. La virtual cadena nacional en que entraron todos los medios, para desplegar una emoción de pueblo entera y completamente conmovido, tuvo picos que no debieron resistir al sentido común. Hablaron, sin ir más lejos, de una vigilia y permanencia de decenas de miles de personas frente a la Catedral metropolitana, el día de la asunción de Bergoglio. Mientras decían eso, las cámaras mostraban una Plaza de Mayo en la que se podía circular con enorme comodidad. Al margen de detalles como éstos (¿sí? ¿Al margen?), es cierto: se respira que “la gente” está contenta, o expectante, o algo así, con el Papa “nuestro”. Que siente que nos proyecta al mundo de otra manera. Que si el hombre juega unas fichas agregadas a sus costumbres de humildad, en orden a frenar los escándalos sexuales y financieros del Vaticano, o a no salir a crucificar homosexuales en público, será un argentino quien lo haya hecho. En función del objetivo de esta columna, dejaremos de lado cuál sería la importancia profunda de tal estimación. Mejor reflexionemos sobre antecedentes, probanzas, cotejos.
Verbitsky –que para el caso podría ser Juan Pérez, aunque me temo que no es fortuita su condición de judío a la hora de masacrarlo– lleva años (entiéndase bien: años) en la investigación y publicación del trayecto de la Iglesia católica argentina. En 2005 se editó El silencio (De Paulo VI a Bergoglio. Las relaciones secretas de la Iglesia con la ESMA). Y desde entonces no se detuvo, a través de los libros que persistieron en la temática, de innumerables artículos periodísticos, de toda vez que se lo requirió. Nadie salió a cruzarlo para desmentir su testimonio, su documentación, la prolijidad interpretativa de su trabajo. Nadie. Y, sobre todo, nadie entre quienes ahora se agolpan para decir que debería arrepentirse o rectificarse, que lo guía un rencor subjetivo, que fue y es un inmoderado sobre el silencio o la complicidad activa de Bergoglio durante la dictadura. Así que vuélvase a aquello del sentido común, supongamos que por fuera de toda consideración ideológica. ¿Cuál sensatez debe adjudicarse a que los aceptadores de las denuncias de Verbitsky –los progres y los reaccionarios, gracias a que ninguno de ellos dijo nunca nada, de nada, en contra de ellas– se hayan transformado en sus inquisidores por obra y gracia de que Bergoglio es papa y de que en consecuencia el que no salta es un inglés o un holandés? Y a continuación, quitemos de ese espectro a fascistoides, frívolos, eternos viajadores en la dirección del viento o de los intereses de sus patronales. Hablemos por un momento entre nosotros, los del palo de como quiera llamarse. Ustedes me entienden. Ustedes, nosotros, ¿desde cuándo necesitamos la confirmación puntualísima del papel particular de Bergoglio en el genocidio, para decidir dónde pararnos? ¿Qué me perdí? ¿Cuándo, y por qué, era que alcanzaba y sobraba con que ni Bergoglio, ni las sucesivas conferencias episcopales ni sus sucesivos jefes, hubieran dicho una palabra, ni hubieran expresado un gesto, sobre los desaparecidos, las torturas, los robos de bebés, los vuelos de la muerte, la alianza intrínseca entre ese demonio y el gran capital? ¿Y ahora resulta que también se trata de destruir a Estela, a las Abuelas, por haber dicho eso mismo? ¿Cuándo pasó que Estela era el símbolo universal de la lucha tan inquebrantable como inteligente por los derechos humanos, la imagen de la bondad infinita en aras de la justicia implacable, para convertirse en una fragotera que no entiende que todo cambió porque el Papa es argentino? ¿Y cuándo pasó que a otro Horacio, González, quieran sacarlo de circulación porque jodió, y cómo, su señalamiento de que una superchería no debe permitir el retroceso de la ciencia política; de todo lo que se sostuvo para bancar y movilizar el “nunca menos”, que incluyó enfrentarse a los jerarcas de la Iglesia? Insisto, ahora estoy hablando de ustedes y nosotros, los del palo, porque hay muchos –o pocos pero significativos, no sé– que parecen estar asustados. En el Gobierno, entre la militancia; en los círculos y circuitos donde toda la vida, sobre el rol que juega la Iglesia, nadie expresó duda alguna. Por supuesto: más allá de rescatar los ejemplos heroicos de los pastores asesinados; la labor de los verdaderos curas de base con hondo sentido ideológico, y no como militantes de un conservadurismo asistencialista que empieza y termina en acompañar a la pobreza sin intenciones de modificación estructural alguna; la valentía de quienes critican desde adentro a la institución eclesiástica.
No quiero ni debo desdecirme sobre lo ya expresado en este mismo espacio, en cuanto a que, transcurridos estos momentos de destello, se volverá a un rango de normalidad. Pasada la conmoción inicial, la publicación de suplementos especiales, el hurgar y detenerse ante cada palabra y gestualidad de Francisco para encontrárselo hasta en la sopa; pasadas estas Pascuas, habrá los episodios sobresalientes cada tanto. Como la visita pontificia, a mediados de año, a ese Brasil en donde la fuga de fieles católicos parece indetenible. Y en diciembre aquí. Y aquello que no está previsto y que debe verse andar, como alguna reformulación doctrinaria promotora de que en ciertos rasgos la Iglesia católica se mude del Medioevo al siglo XXI. Contemplado todo ello, se verá que la influencia de un papa argentino en la política argentina no cuenta con la proyección desmesurada que le atribuyen. Si algún huracán desencajara los términos de fuerzas y contrafuerzas que operan en la vida nacional, lo será por méritos y deficiencias de esos poderíos; no porque el Papa venga a meterse entre nosotros con capacidad de poner la mesa patas para arriba. Más aún, es la propia derecha, a través de todos sus estamentos, quien recuerda que Bergoglio ya no es Bergoglio sino Francisco, lo cual conlleva que más vale se dedique a tratar de resolver la barahúnda que tiene en su casa. Que no es la nuestra.
Sin perjuicio de eso, estos días vienen revelando que deben dar explicaciones gentes sustancialmente intachables, nutridas por el servicio a las causas populares. Gentes del coraje cívico, como apuntó en este diario Mempo Giardinelli. De la coherencia intelectual y vivencial. Del pensamiento crítico que siempre aportó para el mismo lado. Gente que nunca se dio vuelta. ¿Es esa gente la que debe dar explicaciones? ¿La que merece ser puesta bajo la lupa, mientras hablan de la ejemplar austeridad del Papa los tipos que se chorearon este país?
Otra vez: ¿qué me perdí?