La reciente política de modificación del sistema de subsidios, anunciada por el gobierno nacional puede ser analizada en dos dimensiones fundamentales. La primera refiere a las implicancias económicas y presupuestarias de la medida, mientras que la segunda se vincula a sus consecuencias en materia de economía política y, por tanto, a una noción de Estado esencialmente divergente de la predominante durante el período neoliberal. En conjunto, dan cuenta de la sostenida voluntad gubernamental de generar cambios estructurales en el funcionamiento de las instituciones públicas con su correlato en modificaciones paulatinas en la asimetría política y económica existente entre los distintos estratos sociales.
A principios de noviembre, el gobierno decidió eliminar subsidios en energía y agua a bancos, financieras, compañías de seguro, telefonía móvil y un conjunto de actividades extractivas, por un monto de 600 millones de pesos. Apenas dos semanas después anunció la extensión de la medida a residentes de Barrio Parque, Puerto Madero, countries y grandes empresas (refinación de combustibles, procesamiento de gas natural, biocombustibles, agroquímicos, etcétera) por un monto cercano a los 4000 millones de pesos. En conjunto, esos 4600 millones de ahorro fiscal constituyen un 6% del total de los subsidios denominados “económicos”. Pero para tener una referencia de la relevancia social de la medida resulta interesante considerar que esa cifra es –en cerca de 300 millones– superior al costo presupuestario devengado de la Asignación Universal por Hijo para el primer semestre de 2011, equivalente a 4303,8 millones (incluido en el capítulo de los subsidios “sociales”). Si se considera que desde 2003 el Estado dirige sus principales esfuerzos a generar políticas anticíclicas, generar infraestructura, dinamizar la actividad industrial –hecho que se liga a una mejora sistemática en la dinámica del mercado de trabajo– y a atender la situación de núcleos sociales a los cuales no llega suficientemente el impacto del crecimiento económico, resulta claro el carácter redistributivo de la medida. Es relevante mencionar que, si bien la distribución “primaria” del ingreso se establece a través de la fijación de salarios y ganancias en el mercado de trabajo, en conjunto el sistema tributario y la estructura del gasto público –incluidos los subsidios– establecen la distribución “secundaria” del ingreso. Es en esta segunda dimensión en que ubican las mencionadas medidas.
La economía neoclásica –fundamento teórico económico del neoliberalismo– propone en esencia que el peso fiscal sobre los distintos agentes económicos sea equivalente –con un caso extremo en el establecimiento de sumas fijas equivalentes por habitante–, de manera de no “distorsionar” el sistema de precios, hecho que provocaría “ineficiencias” y la caída de la actividad económica. En las antípodas de esta perversa noción –que fundamenta sistemas tributarios fenomenalmente regresivos y presupuestos públicos mínimos, incapaces de sostener el crecimiento– la actual política de diferenciación entre sectores de altos y bajos ingresos para la aplicación del gasto en subsidios económicos supone una profundización de la crítica a los preceptos neoliberales realizada por la experiencia política iniciada en 2003. Y, por ello, supone la construcción de dinámicas de lo público que van reconfigurando el carácter mismo del Estado. Los relevantes desafíos pendientes en nuestro país encuentran en esta lógica heterodoxa una de las condiciones fundamentales para la profundización de los cambios.
A principios de noviembre, el gobierno decidió eliminar subsidios en energía y agua a bancos, financieras, compañías de seguro, telefonía móvil y un conjunto de actividades extractivas, por un monto de 600 millones de pesos. Apenas dos semanas después anunció la extensión de la medida a residentes de Barrio Parque, Puerto Madero, countries y grandes empresas (refinación de combustibles, procesamiento de gas natural, biocombustibles, agroquímicos, etcétera) por un monto cercano a los 4000 millones de pesos. En conjunto, esos 4600 millones de ahorro fiscal constituyen un 6% del total de los subsidios denominados “económicos”. Pero para tener una referencia de la relevancia social de la medida resulta interesante considerar que esa cifra es –en cerca de 300 millones– superior al costo presupuestario devengado de la Asignación Universal por Hijo para el primer semestre de 2011, equivalente a 4303,8 millones (incluido en el capítulo de los subsidios “sociales”). Si se considera que desde 2003 el Estado dirige sus principales esfuerzos a generar políticas anticíclicas, generar infraestructura, dinamizar la actividad industrial –hecho que se liga a una mejora sistemática en la dinámica del mercado de trabajo– y a atender la situación de núcleos sociales a los cuales no llega suficientemente el impacto del crecimiento económico, resulta claro el carácter redistributivo de la medida. Es relevante mencionar que, si bien la distribución “primaria” del ingreso se establece a través de la fijación de salarios y ganancias en el mercado de trabajo, en conjunto el sistema tributario y la estructura del gasto público –incluidos los subsidios– establecen la distribución “secundaria” del ingreso. Es en esta segunda dimensión en que ubican las mencionadas medidas.
La economía neoclásica –fundamento teórico económico del neoliberalismo– propone en esencia que el peso fiscal sobre los distintos agentes económicos sea equivalente –con un caso extremo en el establecimiento de sumas fijas equivalentes por habitante–, de manera de no “distorsionar” el sistema de precios, hecho que provocaría “ineficiencias” y la caída de la actividad económica. En las antípodas de esta perversa noción –que fundamenta sistemas tributarios fenomenalmente regresivos y presupuestos públicos mínimos, incapaces de sostener el crecimiento– la actual política de diferenciación entre sectores de altos y bajos ingresos para la aplicación del gasto en subsidios económicos supone una profundización de la crítica a los preceptos neoliberales realizada por la experiencia política iniciada en 2003. Y, por ello, supone la construcción de dinámicas de lo público que van reconfigurando el carácter mismo del Estado. Los relevantes desafíos pendientes en nuestro país encuentran en esta lógica heterodoxa una de las condiciones fundamentales para la profundización de los cambios.
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