Esta columna vuelve a versar, en parte, acerca de miradas sobre el barullo con el dólar. El motivo es la persistencia de una construcción de clima, mucho más que un estado palpable de datos negativos.
También debe insistirse con el alerta de que ninguna de las observaciones al respecto va en desmedro de las cosas que el Gobierno está haciendo realmente mal. Haber equiparado a pequeños ahorristas de dólares con fugadores de capital es un error muy grosero y, ya que se hizo y ya que estamos, debería obligar al repaso de la política comunicacional del oficialismo. Más que de esto último, en rigor cabría hablar de un agrupado de acciones sin duda eficaces y necesarias, pero insuficientes si es cuestión de entenderlas como estrategia global. El carisma incomparable de la Presidenta; medios, programas, comunicadores e intelectuales que marcan una construcción de sentido distinta a la hegemónica; la difusión de una simbología que tonificó el papel del Estado como reparador de los desequilibrios sociales, por cierto que basándose en hechos palpables; hallazgos publicitarios en tiempos de campaña electoral, favorecidos por los hazmerreír de los contrarios, no alcanzan a ser un diseño de comunicación eficiente para momentos de turbulencia de cierto tipo, ya sea que provengan de fallas propias, operaciones ajenas o factores externos de otra naturaleza. “Tomando el total de personas físicas y jurídicas (estas últimas, empresas) que compraron dólares entre julio y septiembre de este año, quienes adquirieron más de 100 mil dólares mensuales en promedio representan el 37 por ciento de ese total de compradores. Los sujetos, sean individuos o empresas, que compraron por debajo de mil dólares mensuales promedio, son apenas el 7 por ciento del total. Aquellos poseedores de grandes fortunas individuales, o empresas grandes que pasan sus activos a dólares por magnitudes importantes, son los que mueven el mercado; los que agitan las aguas, tratando de generar temores entre los más chicos, los pequeños ahorristas, que son una minoría en el mercado de cambios no sólo por las cifras que manejan sino por cuántos son frente a los que mueven grandes capitales.” Este textual es de la presidenta del Banco Central, cuando hace pocos días cerró el Foro de Economía convocado por Carta Abierta. La escucharon unos varios centenares de adherentes que habrán ratificado sus convicciones, y está muy bien. El ligero detalle es que, por fuera de ese ámbito cerrado, del artículo de Raúl Dellatorre en Página/12 del domingo pasado, de variados portales de llegada limitada y, naturalmente, de alguna otra reproducción escapada de la atención del cronista, esas cifras terminantes e indesmentidas que despachó Marcó del Pont se toparon con un vacío informativo ostentoso. Es obvio, además, que la titular del Central sufre una ofensiva, con olor a sistematizada, de quienes por vía de cuestionar su gestión apuntan en realidad al carácter intervencionista de la entidad pare regular el mercado cambiario. Nada que no debe pasar, habiendo la dura batalla periodística entre los unos y los otros. Pero, ¿qué es lo que impide a los funcionarios la búsqueda de dispositivos retrucadores más inteligentes y vigorosos? Cada tanto aparecen respuestas contundentes que no dan, ni por asomo, la idea de ser un mecanismo coordinado, ni contenido en una dirección mayor. Otro ejemplo es dejar trascender que continuarán recortándose subsidios estatales, sin salir al cruce con las precisiones correspondientes; y su obvia consecuencia de dar pasto a fieras que retroalimentan, por anticipado, un aire de problemas y apretadas.
Consignado el ítem de los yerros que deben facturarse al Gobierno, sobrevienen apuntes e interrogantes sobre la impunidad con que se expresan medios, colegas y analistas. Militantes liberales, para ser mansos. Podría refutarse que impunes es una calificación desacertada o ampulosa, atentos a que el resultado de las urnas les significó una sanción. Vale. Pero no por eso perdamos de vista que el poder de fuego mediático se refuerza cada jornada. Que su negocio es la espectacularidad angustiosa. Que trabajan las veinticuatro horas. En cada portada, en cada boletín, en cada título, en cada tono narrativo, no cada dos o cuatro años. Montados en las pifias oficialistas, llegan a hablar de corralito cambiario; de ambiente recordatorio de 2001; de que las desventuras de Susana Giménez son una muestra, algo extravagante pero válida, de ahorristas-rehenes. Entrevistan a todos los economistas y consultores que ya se equivocaron pornográficamente, una y mil veces, en todos los pronósticos que dieron (entiéndase a “se equivocaron” como otra concesión amistosa, por supuesto). No dejan a ninguno afuera. Y los tipos hablan como si fueran la Virgen Desatanudos, y otra vez explican que debe desregularse a los agentes económicos para que retorne la confianza. Los que en los ’90 se babeaban con nuestro ingreso primermundista. Los que felicitaron que Neustadt mostrara un teléfono a cámara para preguntarse si la soberanía estaba dentro del aparato. Los que amplificaron que sólo el mercado debía determinar si al país le convenía producir acero o caramelos. Los que apenas por pudor de circunstancia no siguen afirmando en público que achicar el Estado es agrandar la Nación. Los que hoy se espantan de la crisis europea e inquieren sobre los grandes liderazgos políticos desaparecidos, como si no supieran que el origen es haberse rendido a las sirenas del capital financiero en rol de fin primero y último. Ahora quieren que la política los salve de su economía y juran que se rompen la cabeza con el acertijo de quién parió a Berlusconi, a Sobra el Griego, al inminente De la Rúa español, al petiso francés, a la enfermera alemana. Pero no pueden con su genio ni contra sus intereses, y entran en contradicciones deslumbrantes. Por un lado ya miran con alteración eso de los indignados que les cascotean el rancho y las dependencias de Wall Street. Por otro firman a dos manos sus recetas de toda la vida. Y para el caso local, apuestan a que la salida de un eventual cuello de botella financiero consista en volver a las fuentes. A las suyas. Ajuste, ya se sabe sobre quiénes.
Desde el ya clásico “¿y por qué se alcanzarían resultados diferentes si aplican siempre la misma fórmula?”, cabe preguntarse si los actores del tremendismo creen francamente que sus postulados son los correctos. O si es que sus emperramientos quedan por delante de que al país le vaya bien con este modelo o proyecto. El firmante apuesta por lo segundo porque, en dos planos, hay realidades que vienen siendo concluyentes. Una es el cotejo con la Argentina incendiada desde la que se arrancó. La otra, una oposición patética y partida que acaba de ser arrasada en las elecciones por –justamente– insistir con un discurso vacío, de mero denuesto. Que pueda no tomarse nota de esas constataciones: en la medida en que rija honestidad intelectual, es imposible de comprender como no sea bajo el criterio de la obcecación. En verdad, mejor sería hablar de la ofuscación de clase. Eso, a su vez, refleja dos cosas. Que este Gobierno tocó intereses de sectores del privilegio en una proporción no prevista. Y que sus adversarios mediáticos –la única oposición sobreviviente junto con algunos bloques dominantes– carecen de mayor inteligencia para enfrentarse a aquello que los enardece. Joden, pero no pueden tumbar.
Que ambos sigan así.
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