Se suponía que el gran tema de fin de año –a más de una voracidad de consumo ¿patológica?– habría de ser el paquete de leyes ingresadas y sancionadas por el Congreso. En principio, se supuso mal. Pero merece análisis si los reemplazantes son acaso grandes temas.
Entre las nuevas herramientas de legislación se cuenta el manejo sobre Papel Prensa, que en rigor debe definirse como lo relativo a la prensa de papel. Al estar involucrados los dos diarios más importantes del país, toda la discusión se remite a la ofensiva de ambos contra el presunto intento gubernamental de quedarse con la empresa. Polémica que, por si fuera poco, ya venía acompañada por las revelaciones acerca del trámite horrible –terrorífico, más bien– que en la dictadura permitió a Clarín y La Nación alzarse con el monopolio de la producción y distribución de papel. Encima, llegó la guinda del operativo ordenado por la Justicia Federal mendocina en Cablevisión. El comando mediático opositor, con proporciones similares de deterioro y alto poder de fuego, puso en rango de gravedad institucional al conflicto de negocios entre el Estado y un grupo de comunicación con (muchas) adyacencias. Hay que apurarse a separar pajas de trigos. Y lo primero, asaz pedagógico en torno de cómo se manipula la información, es que el caso Papel Prensa parecería ser la única protagonización trascendente del Congreso y de la vida política. Además de que Hugo Moyano se convirtió para los medios dominantes en un sensible y justiciero rubio de ojos claros, ni los cambios en el régimen esclavizante para los peones agrícolas, ni las modificaciones a la ley penal tributaria, ameritaron apreciaciones considerables. Sólo se dejó lugar para que la denominada “ley antiterrorista” sea cuestionada a izquierda y derecha, en orden cuantitativo inverso. Hacia izquierda ganó líneas que el instrumento pueda disponerse para criminalizar protestas sociales, aunque las modificaciones de último momento retraigan ese riesgo. Hacia derecha se blande el peligro tremendo de que anoticiar cualquier cosa pueda considerarse como un acto de terrorismo. Y un número inmenso de cómplices y pelotudos se plegó a las urgencias corporativas de sus patronales, para redondear el combo citado: vienen por “nosotros”, como si esa primera del plural fueran los intereses o las necesidades populares. Están en su derecho de creerlo pero, ¿lo creen realmente? ¿Un conflicto de ya larga data entre el oficialismo y un grupo mediático debe ser tomado como persecución generalizada a la prensa? Repugna a la inteligencia un concepto como ése, pero no es novedoso. Este periodista, por razones tan íntimas como ideológicas, prefiere no cargar tintas alrededor de colegas que están sirviéndose del adversario explícito (ya le pasó: estuvo a punto de tipear “el enemigo”) para congraciar su ego a costa de lo que sea. Es decir: su ego o la imposibilidad de alinear en forma más adecuada a acción y conciencia. Toda encuesta que se quiera sobre la opinión de los periodistas, además de lo sabido en nuestro ambiente, revela que la gran mayoría de ellos muestra preocupación por las presiones internas de sus medios, las condiciones laborales, las contradicciones entre interés corporativo y uso de la información. Pero sólo una ínfima minoría cita como real que exista acoso oficial contra el periodismo.
El papel tiene todavía alcances potentes. Es el vehículo de grandes inversiones publicitarias, de oferta de empleo y de transacciones comerciales. Y agenda lo que reproducen los medios electrónicos. Lo que está impreso, lo que se toca, lo que se ve en los kioscos, lo que llega a las producciones de las radios y señales televisivas a primera hora de cada día, determina qué se genera mediáticamente. A quiénes llamar para poner al aire lo que se retroalimentará horas y jornadas enteras. Eso está más cerca del fin que del principio, por supuesto que observado a gran escala. La batalla por quién produce, distribuye e importa papel tiene una relación inversamente proporcional con el futuro decadente del producto, que no está cerca pero es irreversible. Es un cambio de paradigma cultural, civilizatorio, del que no importa estar a favor o en contra. Es, y punto. La cantidad de gente conectada a redes socio-cibernéticas, su preponderancia de clase, su impacto, es lo que debe interpretarse. Papel Prensa, o la prensa en papel, es de esos temas que, al margen de su importancia política coyuntural, suenan más viejos que jóvenes. Un sentido similar puede aplicarse a la contingencia de que algún juez vaya a valerse de vericuetos legales para perseguir periodistas, o maniobras mediáticas. Todo terminaría en una Corte Suprema que no come vidrio o, mejor, en últimas instancias judiciales que en ningún caso se animarían a la condena de la prensa. Si debatir sobre papel impreso es hacerlo sobre un insumo decaído –vale insistir que en miras de largo plazo– hacerlo alrededor del allanamiento en Cablevisión resulta patético. Es probable que haya habido exageración ejecutante, sobre todo por la participación de gendarmes. Por cierto, son o serían más confiables que la Federal. Está claro que hay ante todo un enfrentamiento de corporaciones. Pero la base es todavía más profunda. Si el Gobierno se decide a impulsar la conectividad aérea, con los decodificadores que –sin publicidad, curiosamente– están entregándose en forma masiva para acceder a las señales digitales, el negocio del cable quedará entre magullado y groggy. Chau Cablevisión y alrededores, siempre que termine habiendo oferta atractiva.
Y vaya un sentido homenaje al título central de La Nación del último jueves, si se trata de hallar explicaciones o señalamientos respecto de los intereses en juego. Uno creía que ese día ya había visto todo con un destacado de Crónica. Ubicó a cabeza de página la fiebre de ricos y famosos por hacerse enemas, en Capilla del Monte, para limpiar los intestinos de objetos y elementos contaminantes diversos. La capacidad de asombro siempre se reserva un sitio. El diario de los Mitre, según la definición clásica que ya no se conserva tanto, le ganó a Crónica. Y mandó de cabeza que “Dan más poder al Gobierno para manejar la economía”. La nota remitía a las leyes aprobadas en el Parlamento, pero importa nada más que la construcción de sentido simbólico de ese título. ¿Quién, si no el (un, cualquier) Gobierno, debería manejar la economía? Ellos. Una entidad tan difusa y concreta como aquella que se referencia al hablar de “los mercados”. Esos mercados nunca tienen nombre. Son bancos, fondos de inversión, compañías de seguros, buitres financieros, consultoras, calificadoras de riesgo. Gurúes y operadores del tipo Bernard Madoff, el estafador de Wall Street que subyugó a los tarados del sueño americano.
Ese título de La Nación del jueves simplifica todo. Gracias. Infinitas gracias. Su lógica es que nunca jamás debe ser un gobierno, una voluntad popular, quien maneje la economía. Deben ser, para siempre, ellos. El “ellos”. La esclarecida vanguardia de clase de derecha, que le denuesta a la izquierda aspirar a lo mismo que practican ellos. Reiteramos: “Dan más poder al Gobierno para manejar la economía”. Listo. Un título como ése exime de cualquier comentario respecto de qué está en juego. Y dónde ubicarse.
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