Leyes notables, que ahora no son conflictivas. La evolución del sistema político. La muerte digna y una ciudadana que lucha. El dorreguismo, una disputa histórica. Los dueños del saber, los otros y los divulgadores en la escena democrática. Y un homenaje subjetivo a quien supo hacer pensar.
“Uno siempre escribe desde algún lugar, desde alguna circunstancia social y contra alguna interpretación de ese lugar. Salvo para los que creen equivocadamente, aunque hoy no sean pocos, que el conocimiento de lo social puede ser una ciencia aséptica uno siempre está, conscientemente o no (y mejor que lo esté conscientemente) en algún debate, en alguna lucha de ideas. Esta es al menos mi experiencia personal y, que yo sepa, la mejor de las ciencias sociales y la historia latinoamericana.”
Guillermo O’Donnell, discurso publicado en Disonancias
Para cerrar el período parlamentario constructivamente y sin estrépito, los diputados nacionales de todos los bloques consensuaron una “agenda no conflictiva”. Abarcaba, entre otros, proyectos de ley que hace diez años o veinte no hubieran llegado al recinto. O que, de llegar, no hubieran conseguido tratamiento favorable: muerte digna, fertilización asistida, identidad de género. La no conflictividad no implica unanimidad ni les resta complejidad a los temas abordados. Pero sí alude al avance de la calidad institucional y del debate democrático. Aspectos de la vida social abominados por la derecha (digámosle así, cortito pero no falso) ganan terreno en la consideración ciudadana.
La batalla por ampliar los márgenes de la democracia es cotidiana y siempre insatisfactoria. De cualquier modo, mociona este cronista, hay que sentarse unos segundos a ver la película para diagnosticar qué democracia tenemos, hoy y aquí. Su moción es que 28 años de ejercicio imperfecto pero inéditamente continuo han echado raíces sólidas, como jamás tuvimos. Los debates son mejores, la mundaneidad y el pluralismo avanzan. Por primera vez en la historia hay un senador casado con una persona del mismo sexo, el fueguino Osvaldo Ramón López. El “detalle” describe los cambios en la legislación de fondo, en la tolerancia colectiva, en la puja (se ratifica: siempre inconclusa) contra la discriminación y las barreras invisibles.
No está de moda decirlo, por eso se subraya.
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La historia de Selva: Selva Herbón estuvo en las galerías cuando se dio “media sanción” al proyecto sobre muerte digna. Es docente, madre de Camila, una nena nacida en abril de 2009 con muerte cerebral. Consultó médicos, comités de bioética, se informó. El estado de Camila es irreversible, coincidieron todos. No ve, no oye, no siente, nunca lo hará. “La prueba de que un chico vive es que sonría”, comentó Selva a este cronista en un reportaje radial. Camila jamás lo hará. Selva quiere interrumpir la prolongación artificial de esa existencia. Los médicos fueron precisos: “Tu pedido es justo, pero no legal”. La madre se convirtió en una militante de esa causa, profundizó sus estudios, habla sobre el tema con una versación notable que recorre conceptos médicos y legales muy refinados, los mecha con su calvario personal. Herbón añade que los diputados y los asesores que dialogaron con ella fueron atentos, diligentes y son tan estudiosos como capacitados. La calificada vivencia contradice un “sentido común” extendido, muy socorrido en gremios venerables como el ala derecha de los taxistas y los periodistas. El cronista, que fatiga el espinel del Congreso desde hace años, pondera que entre más de 300 legisladores hay de todo. Pero, otra vez, la acumulación de saber, de proyectos, la televisación de las sesiones (a un nivel incomparable con cualquier otra etapa) reformatea a senadores y diputados. Les exige mayores competencias para transmitir y divulgar. Cualquiera puede aducir que todo tiempo pasado fue mejor. Pero, como quien habla del fútbol de los años ’50 o ’60, no tendrá pruebas audiovisuales para corroborarlo. La visibilidad es condición de la anhelada transparencia. La difusión de las sesiones cambia la escala del juego parlamentario. No queda lindo valorar esos tránsitos, por eso se enfatizan.
Selva Herbón, sin desearlo y acaso sin notarlo, es una entre muchos emergentes de una sociedad civil activa y demandante. Está conforme, conmovida, pero se acerca a un micrófono y reclama que el Senado trate la ley en sesiones extraordinarias. E interpela a la Presidenta, ella debe hacerlo posible.
La capacidad de demanda de la sociedad civil, la capacidad de ciudadanos de a pie en politizar-se velozmente, adquirir competencias, expresarse en los medios es un caudal envidiable del sis-tema político argentino. El recientemente fallecido Guillermo O’Donnell reparó tempranamente en el potencial de esta sociedad civil. Lo hizo desde que escribió que para la dictadura procesista “la subversión estaba en La Sociedad” (mayúsculas en el original). O cuando, apelando a microescenas de la vida cotidiana o de la cultura política en Brasil y en nuestro país, diferenciaba los afanes igualitaristas y rebeldes extendidos por acá en todas las clases sociales.
Las circunstancias de Silvia son excepcionales y dolorosas. Pero el ejemplo de una ciudadana común transformada en activista encastra en una tendencia. Su aprendizaje forma parte de un proceso muy denso, de protagonistas “de a pie” muy capaces, muy batalladores, muy presentes, con alta capacidad para incidir.
Los 28 años de continuidad son el sustrato de ese fenómeno. En el modesto parecer de este escriba, los largos ocho años de estabilidad institucional y mejora económica del kirchnerismo suman al desempeño colectivo. El clima político y cultural generado aporta dosis notables: normas jamás abordadas o fácilmente archivadas están ahora en el menú cotidiano. Son banderas de muchos, algunos de convicciones muy arraigadas, aquí y ahora pueden plasmarse institucionalmente.
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Disparen contra El Dorrego: Viene a cuento incursionar, por una puerta lateral, en el debate suscitado por la creación del Instituto de revisionismo histórico argentino e iberoamericano Manuel Dorrego (en lo sucesivo, para ahorrar espacio, “El Dorrego”). Algunos argumentos de sus indignados críticos justifican ser resaltados, claro que sin sacarlos de contexto. Entre los adjetivos tonantes y las descalificaciones absolutas, puntualizan que la investigación histórica está en un alto nivel, elevadísimo. El Conicet y las universidades son, en ese aspecto, centros de excelencia (el cronista promedia y parafrasea, pero no desnaturaliza las copiosas intervenciones leídas), ahí se estudia como es debido, ahí se produce conocimiento de primera. Un amigo de este cronista, el decano de Historia de la Universidad de Estocolmo, se sorprende y le pregunta. “¿Hay un Conicet paralelo, subsidiado por el Grupo Clarín y Poder Ciudadano?” Y añade, confiado, “doy por hecho que las universidades que se mencionan son las privadas, no las públicas”. No es así, ay, replica el cronista. El Conicet tan ensalzado es el Konicet, las universidades (en sustancia aunque no exclusivamente) son las públicas. Por ganar una batalla táctica, los antidorreguistas reconocen un cambio estratégico ocurrido durante los dos recientes mandatos del Frente para la Victoria. La educación y la investigación recibieron ingente apoyo estatal, la creación de un Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación productiva no fue una compadrada vacía de proyectos. La producción académica recibió impulsos y (perdón por esas menciones ignominiosas) apoyo económico con escasos parangones (la caja virtuosa, supongamos), ninguno ubicable en los últimos 40 años, por quedarse corto.
En esa etapa, se encienden las alarmas de los censores de “El Dorrego”. Auguran imposición del pensamiento único, abolición del saber, textos obligatorios, unicato. El cronista cree que esos riesgos son tremendos y serían preocupantes, no los lee inminentes, ni aun factibles. Nada tienen que ver con lo sucedido desde 2003 en ese terreno que, como los propios denunciantes alegan, es tan fértil como la pampa sojera. Si se avanzara en ese nefasto rumbo, este escriba se retractaría y reclamaría con fervor. Pero, pidiendo condignas disculpas, no avizora ese horizonte apocalíptico.
Adentrándose en el discurso de la corporación que se atribuye el monopolio del saber científico, se encuentra mucha arrogancia, mucho desdén por la otredad. Los historiadores que consiguen atraer muchos lectores son fulminados por tamaño pecado capital. La condición de best-seller no garantiza calidad, más vale, pero es un dato interesante. Las diatribas contra la divulgación del saber, muy añejas como se recordará muy pronto, tienen poca sustancia. Hay mucho de capilla o de secta en un colectivo que se abroquela, que declama democracia y suele recaer en el autoritarismo puertas adentro. Maneja cátedras a su guisa, controla mecenazgos y cierra puertas por el mero ejercicio del monopolio de los padrinazgos de tesis.
Un instituto más, entre las decenas que andan por ahí es, en principio, un aporte a la diversidad. Después, en la cancha se verán los pingos. Oponerse a que corran es cerrar el debate y aún el Agora. Por cierto, los dorreguistas serían necios y sectarios si se atribuyeran ser dueños de la verdad o quisieran forzar la venta compulsiva de sus libros o material audiovisual. Dicho sea al desgaire, muchos de ellos no precisan promociones espurias: su obra se divulga con saludable aceptación masiva... tal vez en eso finque su falta.
El cronista cree en la necesidad de muchas voces y percibe algo parecido a la inexorabilidad del pluralismo en la coyuntura. Lo celebra. Y aclara que no comulga del todo con la línea que propone “El Dorrego”, ni siquiera como expresión del revisionismo. Faltan otras expresiones para eso y otras personalidades. Lo que no es invalidante, tratándose de una entidad voluntaria y no compulsiva.
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Desmemorias: La memoria escasea, en estos parajes. Si se apela a ella, podría recordarse los vientos de fronda que se levantaron desde templos del saber cuando Félix Luna publicó Los caudillos o El 45. Los textos incurrían en muchas desviaciones: eran legibles, amigables con lector profano, disruptivos respecto de las interpretaciones canónicas de los académicos de postín. Y trataban con simpatía a dirigentes populares, a caudillos, a las masas que los acompañaron y vitorearon. La revista Todo es Historia también transgredió márgenes y fue vituperada. Con los años, en buena hora, Luna fue reconocido por los capitostes del saber. Le amnistiaron ese pasado, un gigantesco aporte al saber colectivo.
La divulgación, la búsqueda de formatos y soportes que amplían el público, insinúa tímidamente el cronista, son ingredientes formidables del pluralismo. El historiador Felipe Pigna, tal vez, prolongue la mejor herencia de Falucho Luna, con otras premisas, otra ideología y en otro escenario mediático. Más allá de esas diferencias irrenunciables, que son sal y pimienta de la vida, prima un designio compartido, virtuoso. Congregar, sin golpes bajos aunque sí con recursos para motivar la atención, a nuevos públicos.
Hay esferas del conocimiento, estadios académicos... nadie lo pone en tela de juicio. Pero quienes se encaraman en las cumbres del saber deberían tener alguna preocupación porque, durante décadas, miles o millones de educandos aborrecieron sus disciplinas. Divulgadores de la etapa, como (se mencionan los más ostensibles, no se niega la existencia de muchos más) Pigna, Adrián Paenza o Diego Golombek contribuyen a la incorporación de profanos al saber, acaso incuben nuevos académicos, más atentos a la extensión de sus auditorios. La endogamia, el encierro, las tertulias entre iniciados son una contracara, que algunos eligen, en el noble ejercicio de su libertad. Consagrarlo como el mejor de los mundos posibles es una conclusión facciosa, abierta a la controversia.
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Desigualdades: No sólo el saber está desigualmente repartido. También la riqueza, las oportunidades, el acceso a los bienes materiales y a los derechos básicos. En estos días, la violencia política degrada el escenario democrático. Mencionemos tres ejemplos, repudiables. El asesinato del militante del Mocase Cristian Ferreyra, vinculado con esquemas de poder concentrado, tolerado por el gobierno provincial. La represión brutal en el Chaco. Las patotas ligadas al macrismo, en la Capital. Son acechanzas vigentes, cotidianas. Las “deudas de la democracia” referidas a los más necesitados continúan siendo enormes.
Necio sería negar la realidad. Tanto como subestimar cuánto ha ahondado el proceso democrático, requisito básico para sostener la lucha contra la injusticia, el privilegio y la inequidad.
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Recuerdo: Esta columna contiene varias citas de Guillermo O’Donnell. Es un modo de recordarlo de quien fuera uno de sus lectores fieles y voraces. Sólo se han transcripto párrafos subrayados años atrás, es una suerte de tributo. Evocarlo, ensalzarlo no equivale a compartir todos sus puntos de vista. Tal vez al hombre no le hubiera agradado el sesgo general de estas líneas. No se lo destaca para proponer improbables consensos, sino para significar cuál es el rol de los grandes intelectuales o académicos: hacer pensar a otros, dotarlos de herramientas para comprender.
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