Indignados. Las protestas de los jóvenes llegó al corazón de Manhattan. La crisis en el Norte desnudó la cara más dura de la especulación financiera.
Pensar la sociedad no es sólo intentar dilucidar el impacto de las grandes transformaciones económicas que se vienen desarrollando en el interior del capitalismo a lo largo de las últimas décadas sino, también, lograr comprender de qué modo esas alteraciones estructurales de la economía-mundo han tenido un impacto fenomenal sobre las formas de vida, los imaginarios culturales y la producción de nuevas subjetividades que han ido acompañando e incidiendo exponencialmente en el rumbo de un tiempo histórico dominado por lo que se ha llamado la época de la “valorización financiera” del capital, que ha logrado desplazar la matriz productiva que caracterizó, grosso modo, la etapa keynesiana que, sobre todo, dominó la recuperación económica del período de posguerra en Estados Unidos y Europa y tuvo su impacto en las experiencias de los populismos latinoamericanos de los años cuarenta. Lo que intento destacar es que resulta imposible y estéril analizar el giro neoliberal sólo y exclusivamente haciendo hincapié en su dimensión estructural-económica minimizando la importancia, creo que absolutamente decisiva, de las mutaciones cultural-simbólicas que permitieron la consolidación y la expansión de un modelo de sociedad sustentado en una escala de nuevos valores que vinieron a desplazar de una manera rotunda a la que predominaba en la etapa anterior. O, tal vez dicho de otro modo, lo que el neoliberalismo liberó fue la dimensión radicalmente individualista y anárquica que acompaña al capitalismo desde sus orígenes pero que, bajo determinadas condiciones históricas tuvo que replegarse para dejar paso a lo que se llamó el Estado benefactor. Decretada la crisis de ese modelo se liberaron las formas más egoístas y salvajes de una lógica financiero-especulativa que vino a expresar la voluntad de poder de los nuevos grupos económicos que, a nivel mundial, asumieron la hegemonía de la dominación y que, por lo tanto, también buscaron invertir las formas culturales sobre las que debería fundarse, de ahí en más, el nuevo modelo de acumulación. Algo de esto destacó Cristina en la cumbre del G20 cuando lanzó ese innovador concepto de “anarco capitalismo financiero”, denunciando que su persistencia ponía en riesgo las formas de convivencialidad democráticas (algo no muy diferente ha señalado últimamente el filósofo Jürgen Habermas, hondamente alarmado por las consecuencias destructivas de la especulación financiera y de la continuidad del dominio de los bancos y los tecnócratas que están arrinconando y debilitando la propia democracia europea).
Los historiadores, pienso en especial en los miembros de la escuela francesa de los annales (Ferdinand Braudel, George Duby, Jacques Le Goff, entre los más destacados), han mostrado que lo que más tarda en cambiar, lo que le hace más resistencia a las transformaciones de superficie o a las mutaciones económicas, son lo que ellos han denominado “las mentalidades”, esto es, la trama de valores, prácticas, imaginarios culturales y religiosos, prejuicios, tradiciones, etcétera, que conforman el tejido de la vida social. Es más fácil que se quiebren las estructuras económicas o las formas de dominación política que esa subterránea continuidad de los lenguajes de la cotidianidad que sustentan la visión del mundo de una comunidad. Por eso, Braudel y los suyos han hablado de un “tiempo de larga duración” sustrayéndolo a la lógica del acontecimiento que suele ser lo que impresionistamente impacta sobre el estudio primero de las sociedades. La inercia de las mentalidades suele perpetuarse por debajo y sus transformaciones se verifican no en lo inmediato, sino en lo que tiene largo aliento. Por eso, la importancia de detenerse en el análisis de los vínculos entre cambios estructurales y nuevos paradigmas de subjetivación.
Con esta larga introducción simplemente quise reafirmar la significación de los cambios culturales impulsados por el giro neoliberal del capitalismo en los últimos 30 años y las dificultades que todavía subsisten, incluso en experiencias políticas que buscan dejar atrás esa ideología y que en gran medida lo están haciendo en Sudamérica, para crear las condiciones de un nuevo imaginario social que acompañe efectivamente este tiempo histórico. En nuestro país se ha hablado de “batalla cultural”, de “lucha contrahegemónica”, de “nuevo relato”, etcétera para tratar de dar cuenta de este fenómeno esencial sin el que poco y nada se entiende de lo que viene sucediendo. No casualmente es la derecha la que siempre recuerda que el verdadero terreno de la disputa es el que tiene que ver con el “sentido”, es decir, con la construcción y legitimación de un relato que garantice el rumbo de un proyecto político. La novedad del kirchnerismo ha sido, entre otras cosas, que supo comprender, en el momento de mayor dificultad, que sin dar esa batalla cultural sería muy difícil invertir los términos de la dominación en la Argentina y que, tarde o temprano, la matriz neoliberal (en su dimensión de producción de subjetividad) regresaría recuperando el terreno perdido si es que no se le disputaba la hegemonía también en el terreno del relato.
La profunda y decisiva crisis que ha hecho colapsar la economía mundial no sólo vino a poner en evidencia el descalabro generado por el capitalismo en su fase financiero-especulativa, fase que abarcó las últimas décadas del siglo veinte y que condicionó la entrada en el nuevo milenio, sino que también erosionó las diversas formas de representación y de convivencialidad políticas, dinamitando las tramas modernas y democráticas del espacio público. El predominio de una ciudadanía basada en la alquimia de individualismo, consumismo, mercado y privatización de casi todas las esferas de la vida social fue generando las condiciones para una profunda y decisiva mutación en las prácticas ciudadanas hasta producir modos y formas que desarticularon a aquellas que venían a expresar las experiencias y las tradiciones de una sociedad todavía atravesada por los lenguajes de la política y de las identidades culturales vinculadas a ese universo de representación y de acción.
El surgimiento del ciudadano-consumidor, personaje muy de época, autorreferencial, egoísta, moldeado por las gramáticas audiovisuales, las mutaciones comunicacionales e informáticas y los prejuicios multiplicados junto con la fragmentación de la sociedad se convirtió en el garante de la lógica de mercado, en epicentro de una nueva forma de ciudadanía que al expandir las prácticas privatizadoras de la existencia destituyó, por anacrónicas e inservibles, las experiencias políticas entramadas en el espacio público y deudoras de construcciones simbólicas desplegadas en otro tiempo de la historia, allí donde los sujetos, diversos, manifestaban en sus prácticas modos de afirmar sus identidades y sus deseos de igualdad. La idea misma de un colectivo social, de un ágora como eje de la vida en común cayó en el descrédito y el desuso allí donde lo que se privilegió fue lo privado, lo íntimo, lo encriptado, el espacio diferenciado, socialmente delimitado construido sobre las bases de la desarticulación y la fragmentación propias de un modelo, el neoliberal, que asentó su despliegue y su dominio no sólo en el imperio de la economía y el mercado (su razón última de ser) sino acentuando y radicalizando una revolución cultural que vino a subvertir las herencias igualitaristas de una sociedad que marchó con ritmo frenético hacia su disolución. Los argentinos pudimos atisbar algo de eso en la crisis de finales de 2001.
El ciudadano-consumidor vino a expresar los deseos imaginarios emanados de la mercancía y de su esplendor; sus ilusiones se asociaron con la utopía californiana, con ese giro alocado hacia la consumación más “plena y libre” de la aventura individual soñada como una nueva manera de construirse una vida propia, original, privada, apolítica, enfrascada en sus propios gustos construidos como si fueran la quintaesencia de la autonomía. Lejos de alcanzar la consumación del ideal californiano (cuerpos esbeltos y rubios dorándose al sol, disfrutando una felicidad saludable y ofreciéndose como modelos de una nueva humanidad cool), la mayoría de los seres humanos, y en especial en estas geografías sureñas y empobrecidas, se descubrió expresando deseos hiperindividualistas pero en el interior de una masificación generalizada y de segunda calidad. Masificación de las costumbres, de las ideas, de las prácticas, de las expresiones culturales que acompañó el proceso de globalización del capital, un proceso que no dejó de arrasar aquellas otras formas de sociabilidad propias de una etapa anterior.
La década de los noventa le dio su fisonomía decisiva a la revolución neoliberal liquidando, por inactual e inservible, la idea de una ciudadanía integradora y capaz de generar las condiciones para una genuina movilidad social. El menemismo, entre nosotros, deshizo, sin ruborizarse, todo aquello que había construido el primer peronismo, quebrando, esencialmente, la relación entre sociedad y espacio público, al mismo tiempo que iniciaba y concretaba poco después el proceso de desguace del Estado hasta convertirlo en una ruina, todo en función del nuevo discurso privatizador y de la inexorable tendencia mundial a la reformulación de las variables sociales, políticas, económicas y culturales signado todo ello por un grado inimaginable, hasta ese momento, de concentración en cada vez menos manos de la riqueza. Inéditas formas de la desigualdad y de la pobreza se desplegaron en el seno de nuestra sociedad. Al calor de esas decisivas transformaciones regresivas de la vida social se avanzó en el proceso de despolitización que fue acompañado por el despliegue de los tecnócratas y gerentes que terminaron tomando por asalto los restos de un Estado raquitizado en el mismo momento en que sectores significativos de la política eran capturados por nuevas e inéditas formas de corrupción impulsadas por los sectores hegemónicos del poder corporativo a las que el economista Eduardo Basualdo denominó, de un modo original, el “transformismo argentino”.
En este sentido, todavía estamos pagando el altísimo precio de un modelo neoliberal que modificó profundamente la estructura argentina, que transformó hasta el tuétano usos y costumbres de aquello que definió, durante décadas, las formas de socialización y de autorreferencialidad cultural propias de nuestro país. El menemismo le compró el alma a un amplio sector de argentinos que estuvieron dispuestos a vender el futuro de sus hijos en nombre de la quimera primermundista y de los viajes desenfrenados a los shopping centers de Miami. Nada, o demasiado poco, quedó de aquella otra sociedad articulada desde la lógica de la solidaridad y de la equidad; de aquellas experiencias de ciudadanía que apuntaron a la integración y a la multiplicación de la esfera pública como ámbito de encuentro y de acción transformadora. Junto con la rapiña del Estado, el menemismo desbastó el ámbito de lo público y deslegitimó los lenguajes de la política llevándolos exclusivamente a la zona espuria de la corrupción y de las cuestiones judiciales. Lo que se vació de contenido fue precisamente aquello que habilita a la creación de una ciudadanía más democrática y participativa reduciéndola a masa anónima de ciudadanos-consumidores, de votantes culposos que llevaban al cuarto oscuro sus deudas y su terror a salir de la ficción del uno a uno que había logrado no sólo comprar sus conciencias, sino destruir la trama productiva del país. La democracia devino una cáscara vacía capturada por los lenguajes empresariales y secundarizada por la palabra sacrosanta del mercado.
Por eso constituye un desafío de primer orden rediseñar las condiciones políticas y culturales que hagan posible torcer el rumbo fijado por la ideología neoliberal que logró horadar los núcleos igualitaristas que todavía subsistían en lo profundo de la sociedad argentina, núcleos que se entrelazaban con experiencias democráticas y de participación que fueron pacientemente deslegitimadas por aquellos que desplegaron entre nosotros los nuevos valores del egoísmo tardocapitalista. El gerenciamiento de la política se volvió palabra de orden al mismo tiempo que cualquier referencia a lo popular quedaba asociada al clientelismo y a un modelo de sociedad en desuso incoherente con las demandas de una “sociedad del conocimiento y del mercado” que exigía liquidar las rémoras del pasado para entrar de lleno a los desafíos de una época afirmada en la construcción del ciudadano-consumidor, aquel que sólo sale a reclamar por sus intereses particulares y que rechaza de plano la idea misma de una democracia integradora y equitativa. La riqueza, real o ficticia, se convirtió en la panacea universal, en el eje vertebrador de la nueva ciudadanía.
El gran desafío de este tiempo argentino que se inició con Néstor Kirchner es, precisamente, dejar atrás esa impronta económico-cultural que dominó la escena nacional durante demasiado tiempo. Hoy, el paradigma ya no es ni puede ser el de los gerentes neoliberales que imaginan una sociedad de ciudadanos-consumidores, sino la profundización de un camino signado por la idea de la igualdad que habilite la construcción de una verdadera sociedad democrática en la que el conjunto de los ciudadanos se sienta interpelado por un espacio público capaz de incluir y no de expulsar, de movilizar el espíritu creativo y no de achatar la vida social hasta convertirla en un pellejo vacío.
Los historiadores, pienso en especial en los miembros de la escuela francesa de los annales (Ferdinand Braudel, George Duby, Jacques Le Goff, entre los más destacados), han mostrado que lo que más tarda en cambiar, lo que le hace más resistencia a las transformaciones de superficie o a las mutaciones económicas, son lo que ellos han denominado “las mentalidades”, esto es, la trama de valores, prácticas, imaginarios culturales y religiosos, prejuicios, tradiciones, etcétera, que conforman el tejido de la vida social. Es más fácil que se quiebren las estructuras económicas o las formas de dominación política que esa subterránea continuidad de los lenguajes de la cotidianidad que sustentan la visión del mundo de una comunidad. Por eso, Braudel y los suyos han hablado de un “tiempo de larga duración” sustrayéndolo a la lógica del acontecimiento que suele ser lo que impresionistamente impacta sobre el estudio primero de las sociedades. La inercia de las mentalidades suele perpetuarse por debajo y sus transformaciones se verifican no en lo inmediato, sino en lo que tiene largo aliento. Por eso, la importancia de detenerse en el análisis de los vínculos entre cambios estructurales y nuevos paradigmas de subjetivación.
Con esta larga introducción simplemente quise reafirmar la significación de los cambios culturales impulsados por el giro neoliberal del capitalismo en los últimos 30 años y las dificultades que todavía subsisten, incluso en experiencias políticas que buscan dejar atrás esa ideología y que en gran medida lo están haciendo en Sudamérica, para crear las condiciones de un nuevo imaginario social que acompañe efectivamente este tiempo histórico. En nuestro país se ha hablado de “batalla cultural”, de “lucha contrahegemónica”, de “nuevo relato”, etcétera para tratar de dar cuenta de este fenómeno esencial sin el que poco y nada se entiende de lo que viene sucediendo. No casualmente es la derecha la que siempre recuerda que el verdadero terreno de la disputa es el que tiene que ver con el “sentido”, es decir, con la construcción y legitimación de un relato que garantice el rumbo de un proyecto político. La novedad del kirchnerismo ha sido, entre otras cosas, que supo comprender, en el momento de mayor dificultad, que sin dar esa batalla cultural sería muy difícil invertir los términos de la dominación en la Argentina y que, tarde o temprano, la matriz neoliberal (en su dimensión de producción de subjetividad) regresaría recuperando el terreno perdido si es que no se le disputaba la hegemonía también en el terreno del relato.
La profunda y decisiva crisis que ha hecho colapsar la economía mundial no sólo vino a poner en evidencia el descalabro generado por el capitalismo en su fase financiero-especulativa, fase que abarcó las últimas décadas del siglo veinte y que condicionó la entrada en el nuevo milenio, sino que también erosionó las diversas formas de representación y de convivencialidad políticas, dinamitando las tramas modernas y democráticas del espacio público. El predominio de una ciudadanía basada en la alquimia de individualismo, consumismo, mercado y privatización de casi todas las esferas de la vida social fue generando las condiciones para una profunda y decisiva mutación en las prácticas ciudadanas hasta producir modos y formas que desarticularon a aquellas que venían a expresar las experiencias y las tradiciones de una sociedad todavía atravesada por los lenguajes de la política y de las identidades culturales vinculadas a ese universo de representación y de acción.
El surgimiento del ciudadano-consumidor, personaje muy de época, autorreferencial, egoísta, moldeado por las gramáticas audiovisuales, las mutaciones comunicacionales e informáticas y los prejuicios multiplicados junto con la fragmentación de la sociedad se convirtió en el garante de la lógica de mercado, en epicentro de una nueva forma de ciudadanía que al expandir las prácticas privatizadoras de la existencia destituyó, por anacrónicas e inservibles, las experiencias políticas entramadas en el espacio público y deudoras de construcciones simbólicas desplegadas en otro tiempo de la historia, allí donde los sujetos, diversos, manifestaban en sus prácticas modos de afirmar sus identidades y sus deseos de igualdad. La idea misma de un colectivo social, de un ágora como eje de la vida en común cayó en el descrédito y el desuso allí donde lo que se privilegió fue lo privado, lo íntimo, lo encriptado, el espacio diferenciado, socialmente delimitado construido sobre las bases de la desarticulación y la fragmentación propias de un modelo, el neoliberal, que asentó su despliegue y su dominio no sólo en el imperio de la economía y el mercado (su razón última de ser) sino acentuando y radicalizando una revolución cultural que vino a subvertir las herencias igualitaristas de una sociedad que marchó con ritmo frenético hacia su disolución. Los argentinos pudimos atisbar algo de eso en la crisis de finales de 2001.
El ciudadano-consumidor vino a expresar los deseos imaginarios emanados de la mercancía y de su esplendor; sus ilusiones se asociaron con la utopía californiana, con ese giro alocado hacia la consumación más “plena y libre” de la aventura individual soñada como una nueva manera de construirse una vida propia, original, privada, apolítica, enfrascada en sus propios gustos construidos como si fueran la quintaesencia de la autonomía. Lejos de alcanzar la consumación del ideal californiano (cuerpos esbeltos y rubios dorándose al sol, disfrutando una felicidad saludable y ofreciéndose como modelos de una nueva humanidad cool), la mayoría de los seres humanos, y en especial en estas geografías sureñas y empobrecidas, se descubrió expresando deseos hiperindividualistas pero en el interior de una masificación generalizada y de segunda calidad. Masificación de las costumbres, de las ideas, de las prácticas, de las expresiones culturales que acompañó el proceso de globalización del capital, un proceso que no dejó de arrasar aquellas otras formas de sociabilidad propias de una etapa anterior.
La década de los noventa le dio su fisonomía decisiva a la revolución neoliberal liquidando, por inactual e inservible, la idea de una ciudadanía integradora y capaz de generar las condiciones para una genuina movilidad social. El menemismo, entre nosotros, deshizo, sin ruborizarse, todo aquello que había construido el primer peronismo, quebrando, esencialmente, la relación entre sociedad y espacio público, al mismo tiempo que iniciaba y concretaba poco después el proceso de desguace del Estado hasta convertirlo en una ruina, todo en función del nuevo discurso privatizador y de la inexorable tendencia mundial a la reformulación de las variables sociales, políticas, económicas y culturales signado todo ello por un grado inimaginable, hasta ese momento, de concentración en cada vez menos manos de la riqueza. Inéditas formas de la desigualdad y de la pobreza se desplegaron en el seno de nuestra sociedad. Al calor de esas decisivas transformaciones regresivas de la vida social se avanzó en el proceso de despolitización que fue acompañado por el despliegue de los tecnócratas y gerentes que terminaron tomando por asalto los restos de un Estado raquitizado en el mismo momento en que sectores significativos de la política eran capturados por nuevas e inéditas formas de corrupción impulsadas por los sectores hegemónicos del poder corporativo a las que el economista Eduardo Basualdo denominó, de un modo original, el “transformismo argentino”.
En este sentido, todavía estamos pagando el altísimo precio de un modelo neoliberal que modificó profundamente la estructura argentina, que transformó hasta el tuétano usos y costumbres de aquello que definió, durante décadas, las formas de socialización y de autorreferencialidad cultural propias de nuestro país. El menemismo le compró el alma a un amplio sector de argentinos que estuvieron dispuestos a vender el futuro de sus hijos en nombre de la quimera primermundista y de los viajes desenfrenados a los shopping centers de Miami. Nada, o demasiado poco, quedó de aquella otra sociedad articulada desde la lógica de la solidaridad y de la equidad; de aquellas experiencias de ciudadanía que apuntaron a la integración y a la multiplicación de la esfera pública como ámbito de encuentro y de acción transformadora. Junto con la rapiña del Estado, el menemismo desbastó el ámbito de lo público y deslegitimó los lenguajes de la política llevándolos exclusivamente a la zona espuria de la corrupción y de las cuestiones judiciales. Lo que se vació de contenido fue precisamente aquello que habilita a la creación de una ciudadanía más democrática y participativa reduciéndola a masa anónima de ciudadanos-consumidores, de votantes culposos que llevaban al cuarto oscuro sus deudas y su terror a salir de la ficción del uno a uno que había logrado no sólo comprar sus conciencias, sino destruir la trama productiva del país. La democracia devino una cáscara vacía capturada por los lenguajes empresariales y secundarizada por la palabra sacrosanta del mercado.
Por eso constituye un desafío de primer orden rediseñar las condiciones políticas y culturales que hagan posible torcer el rumbo fijado por la ideología neoliberal que logró horadar los núcleos igualitaristas que todavía subsistían en lo profundo de la sociedad argentina, núcleos que se entrelazaban con experiencias democráticas y de participación que fueron pacientemente deslegitimadas por aquellos que desplegaron entre nosotros los nuevos valores del egoísmo tardocapitalista. El gerenciamiento de la política se volvió palabra de orden al mismo tiempo que cualquier referencia a lo popular quedaba asociada al clientelismo y a un modelo de sociedad en desuso incoherente con las demandas de una “sociedad del conocimiento y del mercado” que exigía liquidar las rémoras del pasado para entrar de lleno a los desafíos de una época afirmada en la construcción del ciudadano-consumidor, aquel que sólo sale a reclamar por sus intereses particulares y que rechaza de plano la idea misma de una democracia integradora y equitativa. La riqueza, real o ficticia, se convirtió en la panacea universal, en el eje vertebrador de la nueva ciudadanía.
El gran desafío de este tiempo argentino que se inició con Néstor Kirchner es, precisamente, dejar atrás esa impronta económico-cultural que dominó la escena nacional durante demasiado tiempo. Hoy, el paradigma ya no es ni puede ser el de los gerentes neoliberales que imaginan una sociedad de ciudadanos-consumidores, sino la profundización de un camino signado por la idea de la igualdad que habilite la construcción de una verdadera sociedad democrática en la que el conjunto de los ciudadanos se sienta interpelado por un espacio público capaz de incluir y no de expulsar, de movilizar el espíritu creativo y no de achatar la vida social hasta convertirla en un pellejo vacío.
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