sábado, 4 de diciembre de 2010

REVELACIONES ESCANDALOSAS No son filtraciones, es el Imperio

REVELACIONES ESCANDALOSAS

No son filtraciones, es el Imperio


Eduardo Anguita.

Cada uno de los 250 mil archivos del Departamento de Estado no sólo pone de relieve cosas incómodas para la diplomacia estadounidense sino que desbaratan la autoridad del Imperio. 
 
Hace ya diez años apareció la primera edición de La CIA y la guerra fría cultural, de la académica inglesa Frances Stonor Saunders. Un libro clave para entender la ideología que sostiene la actividad de espionaje en los Estados Unidos. La autora se pasó ocho años solicitando documentación a La Agencia –como se dice en la jerga– y lo único que logró fue que, en una oportunidad le pidieran un pago de 30 mil dólares para acceder a alguno de los archivos, en concepto de gastos administrativos. Por otra parte, el encargado de la CIA le advirtió a Stonor Saunders que no encontraría grandes revelaciones en el material que buscaba. La autora no desfalleció y consiguió muy buena base documental en archivos y testimonios privados. El libro es clave para entender cómo, durante la Guerra Fría, los Estados Unidos invirtieron muchísimos recursos para propaganda cultural y mediática en Europa. La manera –nada conspirativa– fue crear fundaciones (especialmente el llamado Congreso para la Libertad Cultural) a través del cual se financiaban encuentros, personalidades de las letras y el arte, se montaron medios de comunicación o se invertía en otros ya existentes.
Las filtraciones que estos días ganan las portadas de los principales diarios son un fenómeno difícil de comprender en toda su magnitud. Por lo pronto, el laberinto que lleva a que un secreto bien guardado se escape es tan complejo como una partida de ajedrez. Siempre hay, detrás de la revelación de datos, algún “garganta profunda”, que suele ser el apelativo de un arrepentido, un interesado en que se sepa algo para que se oculte otra cosa, algún sector opositor que pretende debilitar al gobierno de turno o infinidad de otras variantes. Sin perjuicio de lo atrapante que resulta meterse en los vericuetos de las guerrillas de desinformación-información, hay un contexto político mundial de decadencia del Imperio que, más allá de los orígenes, hacen muy interesante estas llamadas filtraciones de WikiLeaks. En principio porque el australiano Julian Assange, la cara visible de las fulminantes denuncias, tiene la trayectoria de un militante globalifóbico propio de estos años. Es matemático, es hacker, es periodista y desde hace una década se metió en una cruzada para desvelar las órdenes de matanzas o crímenes cometidos por las tropas estadounidenses en los más diversos lugares del planeta. Desde ya –no hay que ser ingenuos–, una personalidad determinada y comprometida no alcanza para explicar por qué se resquebraja el emporio de información secreta más sofisticado del mundo.
Pero tampoco es tan decisivo explicar el origen. Más importante parece ser que todo es cierto. Y que cada uno de los 250 mil archivos del Departamento de Estado no sólo pone de relieve cosas incómodas para la diplomacia estadounidense sino que desbaratan la autoridad del Imperio. Assange resulta, en esta historia, el perfecto David que le tira la pedrada certera a Goliat.
Los Estados Unidos han montado la maquinaria bélica más poderosa de la historia de la humanidad y una pata fundamental de su estrategia es el manejo informativo. Se trata de algo muy complejo. Sobre todo, porque está montado en la propia mentalidad de los estadounidenses. A la CIA o el Departamento de Estado les duele cuando las críticas provienen de personas o medios que tienen impacto al interior de su ideología. Un ejemplo: durante la invasión a Vietnam, una imagen tomada en 1969 por un camarógrafo de Associated Press recorrió el mundo. Era un jefe policial –de origen vietnamita– de Saigón matando de un tiro en la sien a un prisionero. Esa foto ayudó a la ola antibelicista en los Estados Unidos. Sin embargo, en el palacio presidencial de lo que era Vietnam del Sur, están disponibles para el público, las fotos de los blondos soldados yanquis con sonrisas de niños y las cabezas de campesinos vietnamitas en las manos. Esas fotos no impactan. No perforan la cabeza del pueblo de la gran potencia. No llegan al corazón. Los incomodó y los descolocó la lectura de Los ejércitos de la noche de Norman Mailer y las revelaciones de un oficial estadounidense sobre la matanza de My Lai contadas por Seymor Hersh. Por eso, durante los años de George Bush la prensa del país de los EE UU se cuidó de ningunear tanto a Mailer como a Hersh. El primero murió hace justo tres años y sus últimos artículos y libros fueron tan duros como los de los sesenta, pero debidamente sacados de agenda. En cuanto a Hersh, sigue revelando las atrocidades del militarismo estadounidense desde lugares no centrales del periodismo.
Estará por verse los motivos que llevaron a los grandes diarios del Primer Mundo a ser parte de esta andanada de revelaciones en primera plana. Es cierto que, hace unos meses, Le Monde, The New York Times, The Guardian y Der Spiegel recibieron imágenes y documentación de WikiLeaks sobre atrocidades cometidas por tropas estadounidenses en Irak. Ahora, con esta verdadera conmoción, esos mismos diarios, más El País, salieron a contar estas historias, el mismo día y a la misma hora. En el periodismo, casi todos lo sabemos, se publica en tapa lo que las empresas editoriales quieren. No alcanza con que WikiLeaks tenga buenos archivos. Se trata de los diarios más prestigiosos de España, Francia, los Estados Unidos, el Reino Unido y Alemania, nada menos. Pero también, son medios privados en manos de empresas con muchos intereses y que cuidan muchos intereses. Se abre una etapa que puede desvanecerse tras la ola de escándalos. Pero que también puede ser una entrada más para el debate de cómo cambiar el manejo informativo de las grandes potencias y –además– de las grandes corporaciones. Por ejemplo, sería buenísimo que se discutiera sobre el tan cacareado acceso a la información. Un derecho sensible por estos tiempos.

LA FUNDACIÓN. Los Estados Unidos parecen vivir una oleada conservadora de tipo espontánea. Así se muestran los Tea Parties, como una reacción a tanta indecencia y falta de certezas que amenazan a los wasps (siglas en inglés de los blancos, anglosajones y protestantes). La épica de señoras que salen a convencer a sus vecinos de que los valores del estadounidense medio están en peligro no es más que la prolija construcción aggiornada de movimientos racistas como el Ku Klux Klan. Sin linchamientos públicos pero con la tasa de prisionización más grande del planeta y con una fabulosa campaña cultural de persecución a los llamados inmigrantes ilegales.
Para entender quiénes son los que se ocupan de enhebrar los hilos, vale la pena citar a Stonor Saunders cuando cuenta cómo se fundó la CIA. En 1947, se juntaron líderes de la inocente Ivy League (una asociación deportiva que nuclea a las universidades más prestigiosas de los 13 estados fundadores). De entre los académicos y ex alumnos, había agentes de inteligencia, líderes políticos y magnates que dieron origen al aparato más fuerte de espionaje conocido en el mundo. “La incipiente CIA comenzó a construir un consorcio cuya doble tarea era vacunar al mundo contra el contagio del comunismo y facilitar la consecución de los intereses de la política exterior estadounidense en el extranjero. El resultado fue una red de personas, notablemente compenetrada, que trabajó codo a codo con la Agencia para promover una idea: que el mundo precisaba una pax americana, una nueva época ilustrada, a la que se bautizaría como el siglo americano.” La definición de esa organización de cuadros (que se replica en otras tantas agencias de espionaje estadounidenses) la dio el propio Henry Kissinger, según recuerda Stonor Saunders: la CIA es “la aristocracia dedicada al servicio de esta Nación en nombre de unos principios que están más allá de los enfrentamientos entre los partidos”. Hoy quedó en jaque el Departamento de Estado, y no sólo una de las oficinas destinadas a obtener y guardar información. La primera reacción de las autoridades estadounidenses fue la de poner mayor celo para evitar las filtraciones. De ningún modo para revisar los métodos del Imperio. 

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