domingo, 2 de enero de 2011

El litigio por la democracia, Por Ricardo Forster

El litigio por la democracia, Por Ricardo Forster 

La democracia no es un bien intangible ni un fenómeno meteorológico que se desencadena con independencia de los seres humanos. Al interrogarnos por nuestra actualidad democrática, al preguntarnos por su espesor y su vulnerabilidad, no lo hacemos como quien se acerca a algo sagrado, sino que nos instalamos de lleno en la estructura conflictiva de una época, la nuestra, que si bien se reclama como portadora del ideal democrático suele tener, en su interior, corrientes que no escatiman esfuerzos en dilapidar ese ideal haciéndolo estallar por los aires y que, cuando la ocasión lo reclama, no tienen inconvenientes en deshilachar, hasta despellejarla, a esa misma estructura social simbólica que dicen defender. 

Transformada en un pellejo vacío (la expresión es de Horacio González) la democracia, y sus instituciones, termina por rendirles su tributo a los cultores de la horadación y a los animadores de un proyecto político atravesado por la ideología del “orden”, esa misma que desde tiempos inmemoriales es antagónica al ideal democrático que busca, con dificultades y contradicciones, enhebrar libertad e igualdad. En las últimas semanas, y en medio de un verano que se anticipa tórrido, pudimos ver in situ de qué modo opera el discurso del orden y cómo lo hace reclamando a viva voz y ante la “amenaza de la anarquía”, la tradición del “uso legítimo y monopólico de la fuerza” por parte del Estado, como columna sustentadora de la vida democrática y civilizada (sabemos, por experiencia histórica, lo que en boca de los dominadores de ayer y de hoy significa la expresión “civilizada”). En esa “reducción” a la violencia legítima, a lo que en lenguaje cotidiano llamamos “represión”, se encuentra encerrada la “verdad democrática” del poder corporativo. Ese es su norte y su ideal. Orden y progreso enfrentado a anarquía y libertinaje de la chusma. 

La solución pretoriana como defensa última del orden constituye el reflejo inmediato de quienes se alarman cuando ven aparecer sobre la escena histórica a aquellos, los incontables, que vienen a reclamar su parte en la distribución de la riqueza material y simbólica. El límite de la democracia, para estos cultores del “orden”, es, precisamente, la propiedad y, su acumulación desigual e injusta, un dato inexorable de la condición humana que no puede ser ni cuestionado ni rebasado por la turba populista ni por sus gobiernos demagógicos. Intentar torcer la inercia estructural de la desigualdad supone, a los ojos de las corporaciones, una herejía intolerable a la que se debe combatir utilizando los más diversos recursos, incluso aquellos que estén reñidos con el ideal republicano al que dicen defender contra el desmanejo y la desprolijidad populista. 

La disputa por los alcances semánticos de la idea de “democracia”, disputa que se inicia en la antigua Grecia, constituye uno de los puntos neurálgicos de la política y de nuestro destino como sociedad. Allí, en sus intersticios a veces invisibles, se juega el conflicto decisivo en el que el sentido, y su litigio, se confunden con las evidencias materiales de la desigualdad y la injusticia. Saber comprender los vasos comunicantes que unen ambas dimensiones, aquella que tiene que ver con los modos de la conciencia, con su producción social y cultural, y aquella otra que define las condiciones materiales de la vida de las personas es, qué duda cabe, una de las cuestiones centrales de nuestra época y uno de los desafíos más arduos de la tradición emancipatoria, ese con el que suelen encallar las izquierdas arqueológicas. 

En la falta de inteligencia crítica para interpelar esa dualidad problemática se encuentra uno de los motivos principales que han llevado a ciertas izquierdas a un callejón sin salida y a la repetición dogmática de un catecismo de la revolución que ni siquiera se corresponde con otro tiempo de la historia. A veces se trata, apenas, de saber leer a los clásicos de la revolución penetrando en sus reflexiones sutiles y para nada encerradas en consignas vacías y agusanadas. Cuando la naftalina invade los roperos de las izquierdas arcaicas, la ropa con la que salen a “jugar con el fuego de la insurrección” termina, muchas veces, confundiéndose con las que usan los verdaderos detentadores del poder económico. Lo que no alcanzan a vislumbrar es aquello que está en disputa cuando hablamos de “democracia”. No lo entendieron en otras etapas de nuestra historia y menos lo entienden ahora cuando, bajo nuevas condiciones y oportunidades, vuelve a dirimirse el poder en nuestro país. 

Algo de eso sucedió, en vísperas de Navidad, en Constitución. Confunden los límites y las dificultades de un proyecto de raíz popular, sus “zonas difusas”, con la lógica de la impostura o, peor todavía, con la absoluta indiferenciación con la derecha real, esa que espera su oportunidad para desarticular los avances conquistados en estos años. La “nostalgia de la revolución” acompaña, cuando ni siquiera es comprendida en su espesor histórico y en su dramaticidad, lo que Horacio González ha llamado “la razón golpista”. Desentrañar su funcionamiento constituye una tarea no menor del pensamiento crítico y un modo de habilitar, en el debate público, la genuina batalla por una democracia integral, esa misma en la que los matices digan más de nuestra sociedad que las retóricas de lo absoluto. La izquierda, la que sigue la perspectiva del litigio por la igualdad, deberá tener presente la impureza de una humanidad no redimida a la hora de juzgar lo realizado y lo que está en juego. La otra, la cristalizada como estatua de sal de un pasado mitificado e irreal, seguirá urdiendo pequeñas conspiraciones perfectamente funcionales a los verdaderos y activos conspiradores. Hace un tiempo largo que el “desorden” forma parte de la estrategia destituyente de la derecha vernácula y más cuando logra convertirlo en espectáculo televisivo que captura la atención fascinada del gran público. 

La democracia es frágil allí donde se entrelaza con lo que Guy Débord denominaba “la sociedad del espectáculo”, ese tiempo del capitalismo en el que las formas narrativas del poder se transforman en eje vertebrador, junto con la espectacularización de la vida y el estallido exponencial del consumo, de la colonización de las conciencias. En los años sesenta, tiempo de la reflexión de Débord, el papel de los medios de comunicación y de la industria de la cultura y el espectáculo ya estaban plenamente desarrollados aunque todavía no habían alcanzado ese punto de máxima captura de la vida social como efectivamente ocurre en nuestros días telemáticos. Débord había comprendido que estábamos entrando a una época de profunda y decisiva reconfiguración del capitalismo, una reconfiguración estructurada alrededor, ahora, de lo deseante y de la emergencia de una nueva gramática de la subjetividad capaz de abrir plenamente las compuertas del hedonismo individualista en el mismo momento en que se multiplicaban las formas más radicales de la homogeneidad económico-cultural. En el giro de la época dominada por la gramática del espectáculo hay que ir a buscar las claves de una esencial reconfiguración de la propia democracia. La localización de las derechas, otrora habitantes de ideologías partidarias hoy en desuso, hay que ir a buscarla, como decía Nicolás Casullo, al interior de los grandes medios de comunicación. La sordidez de la lengua espontánea que recuperan los informes televisivos, su violencia impúdica acaba por transformarse en la medida del repertorio social dominante y en epicentro de una narrativa que aspira a invisibilizar aquello que cuestiona su hegemonía. De ahí la importancia decisiva de dar la batalla en el terreno de los símbolos y el lenguaje, penetrando en el mismo vientre del monstruo mediático. Tarea grave y complicada sin la cual todo se volverá más difícil. El kirchnerismo, lo más saludable e inesperado que nos pudo suceder como sociedad atrapada en la telaraña de sus frustraciones e injusticias, algo aprendió al respecto. 

En un estupendo artículo, “La razón golpista”, Horacio González le da otra vuelta de tuerca a esta cuestión central; en él hace el ejercicio de comparar distintos momentos históricos que definieron perspectivas conspirativas diversas: “Este es un problema para los gobiernos provenientes de la tradición popular-nacional clásica, como el actual en la Argentina, que piensan en forma relativamente autónoma la representación popular, disputándosela parcialmente a las corporaciones. Algunas de ellas son propietarias de los medios de producción comunicacionales. En buena medida esta situación, entonces no enteramente percibida, comenzó a agudizarse en tiempos de Alfonsín, Y estos gobiernos, al practicar aunque sea tímidos reformismos, descubren como reacción el resurgir de la razón golpista, que ahora opera con utensilios simbólicos nuevos muy diferentes de los del tiempo de Trotsky, Malaparte y Perón. Y estos gobiernos, al descubrirla, arrojan su advertencia sobre los operadores del golpe, los conspiradores, acaso sin percibir que los neogolpismos son estructuras permanentes más allá de que existan personas o grupos que ejerzan acciones conspirativas o piensen en los términos de esa antiquísima manera de ser de lo político. El golpismo está estructurado como un lenguaje interno de la época, como una semiología que antes que voltear instituciones, las deja como un pellejo vacío”. 

Lo que González piensa como mutación de “la razón golpista”, su capacidad camaleónica para asumir nuevos rostros, esos que van más allá de las “pequeñas conspiraciones” (incluso aquellas que son denunciadas desde el gobierno como propias del duhaldismo o de la pequeña izquierda obrerista), se relaciona directamente con esa vertiginosa apropiación, por parte de las corporaciones comunicacionales, de un relato sobreexpuesto y sobredimensionado en el que se dibuja, con recurrencia abrumadora y nauseosa, la fragilidad y la incoherencia de un proyecto que, reclamándose nacional y popular, deja al descubierto sus pústulas y sus irresoluciones, esas mismas que tienen que ver con las avaricias de una época en la que cada medida reparatoria se enfrenta a la continuidad de inmensas zonas dañadas. Lo que logran construir, utilizando a destajo los grandes descubrimientos de las vanguardias estéticas de entreguerras, las técnicas del montaje y la proliferación de las imágenes hasta saturar pantallas y conciencias, es la escena del desmoronamiento, de la impostura y de la fragilidad estructural de las instituciones allí donde son comandadas, eso dicen a coro, por una corte de improvisados gobernantes incapaces de superar su populismo antediluviano. Son estrategas de los signos y de los nuevos lenguajes televisivos. Jugadores de un juego que va mucho más allá de una simple conspiración prenavideña y que aprovecha el calor asfixiante, el fin agotador de una jornada interminable y la imposibilidad de regresar a sus hogares de miles de sufridos viajeros en trenes de cuarta categoría, para desencadenar pequeños fuegos insurreccionales. Ellas, las corporaciones mediáticas –piedra basal de las políticas neoliberales–, las que mueven las marionetas de la comunicación y la información, las formadoras de opinión y las salteadoras de conciencias frágiles, van más lejos, su objetivo es vaciar la democracia allí donde esta no se comporta de acuerdo a sus intereses y exigencias. El primer paso es debilitar las instituciones y desplegar las formas dominantes de un sentido común atravesado por las mil variantes del resentimiento y el prejuicio. Después, y ayudados por los “pequeños conspiradores”, elevarán su puntería, esa que fue pacientemente entrenada por la “razón golpista”. Impedirlo es la esencia de una democracia que sea capaz de reinventarse desde la perspectiva de la emancipación.

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