Por:
Roberto Caballero
Con la reasunción de ayer, Cristina Fernández de Kirchner se convirtió en la primera mujer en la historia nacional que accede a un segundo mandato por el voto popular. Su trascendencia es tan innegable como fuera de lo común –al filo de lo extraordinario, podría decirse–, lo mismo que su rol de estadista ratificada en las urnas por el 54,11% de los argentinos. Quien se remonte al período 2008/2009, cuando el kirchnerismo tras el artero embate destituyente de los patrones rurales y los diarios Clarín y La Nación, quedó reducido a una minoría política intensa, podrá advertir que Cristina logró no sólo terminar su primera gestión con altos niveles de aprobación, revirtiendo aquel panorama de repliegue y desconcierto, sino que además logró relanzar al kirchnerismo y convertirlo en la primera fuerza política del país. El 22% de los votos de 2003 (con Néstor Kirchner como candidato) y el 45,29% de 2007 (con Cristina de candidata), hoy son números viejos, son los datos del pasado. Arqueología necesaria para la comprensión, pero apenas fotos en sepia del ayer tormentoso. El 23 de octubre se inició una nueva era. Cristina Kirchner, además de presidenta revalidada, es la jefa política de un movimiento mayoritario de riquísima urdiembre socio-cultural que no encuentra techo electoral, ni oposición eficiente. Esos son datos que, a primera vista, impresionan, sobre todo si se toma en cuenta que los cimientos de esta arrolladora fuerza, hoy galvanizada y victoriosa, fueron las gomas quemadas y el “que se vayan todos” de diciembre de 2001. Es evidente que el éxito se debe a los aciertos de gestión, al despliegue táctico constante y a una coherencia estratégica que apabulla y conmueve, incluso, a los más incrédulos. El tan meneado “relato kirchnerista” ya no es sinónimo de falaz reescritura de la historia de una especie de secta alucinada como decían los medios hegemónicos opositores: es la realidad efectiva que la sociedad argentina del Bicentenario construyó al encontrarse con dos liderazgos impensados. Primero el de Néstor. Luego el de Cristina. La Plaza de Mayo colmada de ayer, una más de las tantas de los últimos años, son de alegría popular. La defensa de los Derechos Humanos, la reivindicación del Estado democrático sobre las corporaciones económicas, la pluralidad de voces garantizada por ley, la defensa de la producción, el empleo y el salario en paritarias, la definición inclusiva e igualitaria del gobierno, la alianza regional latinoamericana, la independencia del FMI y la restitución de derechos a minorías sociales, sean sexuales o étnicas, hablan de una administración que devolvió a los argentinos un horizonte de creencias que parecía imposible.
No es casual que Tiempo Argentino, hijo del debate por la Ley de Medios, donde dijimos que no había distribución de la riqueza posible sin previo reparto de la palabra, haya reflejado como ningún otro diario este proceso. Somos parte de esa multitud anhelante que festejó en las calles y plazas en la jornada de ayer. Sin Tiempo sería difícil entender el cambio de época. Las hemerotecas del futuro ya tienen la versión de nuestro colectivo de trabajo. Hicimos, casi, revisionismo en tiempo real. Nos sentimos orgullosos.
Cuando la presidenta comenzó su histórico discurso en el Parlamento comentando la decisión de la autoridad astronómica mundial de bautizar un asteroide con el nombre de la desaparecida platense Ana Teresa Diego, que había sido tema de tapa de Tiempo Argentino, nuestra redacción se estremeció. No por la mención, sino por cómo llegó esa historia a nuestras manos: a través de una carta de lectores. De golpe, toda la teoría de la comunicación encarnó ante nuestros ojos. La fuente, el emisor, el medio. Todo estaba ahí. Un lector, un diario que escucha a sus lectores siempre y una presidenta, la que viene garantizando el fin de la impunidad, conmovida porque Ana Teresa Diego, ex militante de la FJC (Federación Juvenil Comunista), podría haber estado sentada allí donde ella estaba, hablando como ella lo hacía, inaugurando la sesión legislativa de un país mejor del que tuvimos. El que Tiempo cuenta a contracorriente cada día, para cumplir con el derecho a la comunicación de toda la sociedad, un derecho humano esencial.
Sobre el discurso presidencial, hay que decir que Cristina resumió sus últimas intervenciones públicas. No hay novedad teórica ni medidas que preanuncien un giro copernicano a su gobierno. Por el contrario, hay una ratificación del rumbo general (heterodoxia económica e inclusión social) y una reafirmación de la lógica anticorporativa que la anima: “No soy la presidenta de las corporaciones, sino la de 40 millones de argentinos”. El pedido para que salga la ley de tierras y la que declara de interés público la producción de papel para diarios antes de Navidad; y las repetidas alusiones a la Ley de Medios, garantizan que el kirchnerismo, en versión Cristina, seguirá pareciéndose a lo que es. ¿Por qué cambiar ahora? ¿Acaso la votaron para que evite dar las peleas que venía dando o para profundizarlas? Ni el llanto de Héctor Magnetto victimizándose puede detener lo que ya está en marcha. La democracia tiene un lugar para el poder económico concentrado y sus corridas cambiarias, y hasta para tolerar el fastidio corporativo de otros sectores que no aceptan que el desafío es construir una sociedad de iguales, pero que quede claro: no es el lugar de tomar las decisiones. Para eso está la Casa Rosada y una presidenta que obtuvo más de 10 millones de votos.
Por último, queda abierta la invitación a nuestros lectores para que se sumerjan en una edición de colección y un dato de color poético, al pasar, que como siempre puede decir mucho o nada. Depende de la sensibilidad de cada uno. La palabra más dicha por Cristina en su discurso fue “ciento”. La repitió unas 38 veces. Esto es así por la minuciosa catarata de cifras y porcentajes (el “por ciento” famoso) que expuso. Aunque no son palabras que expresen lo mismo, al oído suena igual que “siento”, de sentimiento. Su intervención estuvo atravesada por la emoción. El recuerdo de Néstor, el país en llamas, los golpes recibidos, la reivindicación generacional setentista. En fin, los famosos nudos en la garganta fueron muy evidentes, a un lado y al otro de la pantalla. Quizá, simplemente, Cristina sea una presidenta que siente. Nadie devuelve la pasión a una sociedad escéptica ni contagia a los más jóvenes de ganas de vivir cuando por sus venas corre solo agua. Este no es un dato político, es de estricta índole humana.
La Plaza ayer fue de los jóvenes, de los jóvenes de 60, claro, pero sobre todo de los de 20. Si Cristina Kirchner logra, como lo está logrando, construir el “puente de plata” entre su generación y esta que asoma, si logra entusiasmarlos con las responsabilidades democráticas de la gestión y les hace creer que hay patria y hay 200 años de historia de lucha por la igualdad y la independencia, en definitiva, si consigue alentarlos a que se preparen y sean mejores para gobernar, su apasionada, turbulenta y dolorosa irrupción en la política nacional, junto a Néstor Kirchner, no sólo estará justificada: habrá además siempre quien la evoque, como todavía hoy se recuerda con el corazón a Juan y Eva Perón.
Cristina entró en la Historia y la Historia entró en Cristina
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