martes, 27 de diciembre de 2011

Una década, la mirada en espejo y lo que cambió por Ricardo Forster



Interrogar aquello que del pasado se guarda, con más o menos persistencia, en nuestra memoria es siempre un desafío que el presente se hace a sí mismo tratando, en ese gesto indagador, de comprender aquello que, en otro contexto de nuestra historia, marcó a fondo no sólo a quienes vivieron esos días tumultuosos sino que también se prolongan, sus efectos, en nuestra actualidad que no alcanza a pensarse con rigurosidad y a desentrañar sus enigmas si deja en la oscuridad aquellos acontecimientos que signaron nuestro itinerario social e individual. Escrutar el pasado, el lejano o el más próximo, constituye siempre un acto de interrogación respecto de nosotros mismos, de la persistencia o no de ciertas marcas. En estos días en los que se discute el estatuto del relato histórico y surge una querella en torno a la artesanía de la que son cultores los historiadores, también, y por mor de las efemérides que responden a la redondez de ciertas fechas, recordamos aquellas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 que marcaron un antes y un después de nuestro derrotero contemporáneo como Nación.
Girar entonces la mirada hacia el pasado para intentar comprender lo que de él perdura en el presente buscando auscultar las huellas que, de ida y vuelta, nos ofrecen la posibilidad de ampliar el ángulo de mira (Walter Benjamin sostenía que la verdadera revolución copernicana en el abordaje del pasado consistía en variar, aunque fuera mínimamente, el ángulo de visión con lo que se transformaba la totalidad de la escena recuperada por el historiador). La historia, por lo tanto, no como cofre cerrado que se abre cuando el visitante de museos temáticos lo desea, sino como permanente interpelación, como actualidad que nos recuerda la persistencia de aquello que dejó marca en lo más recóndito de una sociedad, la nuestra, que suele sentirse más a gusto con el olvido que con el ejercicio destemplado de la memoria. Borges decía que “olvidamos para recordar y recordamos para olvidar” destacando esa dialéctica siempre compleja que envuelve el lenguaje de la rememoración y más allí donde lo traumático amenaza con cristalizar impidiendo su superación (en verdad, nunca puede haber olvido “completo” de la misma manera que resulta imposible la memoria “absoluta” esa que acabaría con transformarnos en una sociedad de innumerables “Funes el memorioso” e incapacitada para procesar críticamente sus vicisitudes). Tampoco se trata de aspirar, como lo quería Renan para Francia, a un olvido piadoso de nuestras violencias de origen. La mirada que gira para dar cuenta de lo que sucedió hace 10 años no puede silenciar aquello que nos conmovió hasta el fondo de nosotros mismos y de lo que éramos como sociedad.
Lo que sucedió una década atrás rompió la continuidad malsana de una Argentina que no terminaba de escaparle a la irradiación maldita de la dictadura que, pese a la existencia del Estado de derecho y al recuerdo de los juicios contra los comandantes que quedaron en parte opacados por las leyes de la impunidad y los indultos, logró perpetuarse a través de la hegemonía del capital concentrado y de un proyecto de sociedad basado en la desindustrialización y la valorización financiera. Algo de ese dominio se empezó a disolver en aquel inolvidable diciembre de 2001 (aunque, y esto sigue siendo necesario decirlo, el saldo de cuentas continúa siendo favorable para los bancos y los actores financieros, grandes responsables de la debacle, que siguen rigiéndose por una ley pergeñada por Martínez de Hoz y acumulando rentabilidades exuberantes que no se corresponden con la lógica de la “sintonía fina” de un proyecto que busca distribuir mejor la riqueza en el interior de una sociedad que fue asolada por la desigualdad estructural que se desarrolló desde ese brutal giro de la historia hacia la barbarie a partir de marzo de ’76 y cuyos daños y consecuencias, si bien se han comenzado a revertir desde mayo de 2003, siguen perturbando el desafío de profundizar el camino hacia un país más justo). Es tiempo, 10 años después y con un gobierno que ha sabido leer las consecuencias de aquellas jornadas, de terminar de sellar la continuidad de esa página destructiva que, como si fuera una bomba de tiempo, dejó la dictadura entre nosotros. Pero vayamos por partes.
Mirar en espejo, intentar ejercitar el arte de la comparación o simplemente aventurarse por los pasadizos laberínticos de la memoria para buscar dilucidar qué sucedió en aquel 19 y 20 de diciembre de 2001 y qué marcas ha dejado en nosotros, es lo que se impone en estos días de otro diciembre en el que tantas cosas han cambiado en un país que, sin embargo, sigue recordando, a veces bajo la forma espectral de la pesadilla, otras como algo extrañamente lejano que, de todos modos, persiste en su actualidad, aquellas jornadas en las que todo estallaba reventando instituciones, vidas asoladas por la miseria o por las balas represivas, planes económicos elaborados para durar por décadas y que acabaron convertidos en la forma más siniestra del saqueo y la infamia, políticos impresentables que pasaron de la noche a la mañana a exaltarse por aquello que antes despreciaban, multitudes que vociferaban distintas reivindicaciones y que salían a la conquista de las calles y de las plazas enloqueciendo una Buenos Aires tórrida que recordaba antiguas jornadas bajo nuevos lenguajes, presidentes que se sucedían a un ritmo alucinante sin siquiera alcanzar a darle una mínima consistencia a una República desfondada, asambleas barriales que, como en un aquelarre de otras noches de la historia, mezclaban el fantasma de la revolución con el pequeño ahorrista indignado contra los bancos y contra un país que, una vez más, lo había engañado y esquilmado, organizaciones sociales de última generación capaces de darle cauce y racionalidad a la protesta de los olvidados de la historia que volvían, sin embargo, a manifestar su indignación y a exigir, utilizando esa invención del ingenio popular que fueron los piquetes que cortaron el flujo de un capitalismo depredador, sus derechos mancillados por un experimento social de envergadura criminal. En esos días tremendos quedó expuesto el núcleo destructivo de un modelo económico-social construido a partir de lo que se denominó la valorización financiera, eufemismo que esconde la depredación de un capitalismo especulativo financiero con eje en los bancos, en el endeudamiento, las privatizaciones, la desindustrialización y, como corolario, la fuga de capitales.
Una Argentina que llegaba al borde del abismo y que se descubría, con horror, que poco y nada de lo que había sido en otro tiempo quedaba todavía en medio de la ruina, la marginalidad de millones de desocupados, subocupados, cartoneros, pobres de toda pobreza y la angustia de una clase media que nunca había estado tan cerca de la catástrofe social sólo anunciada en las peores pesadillas. Dios, de un modo exasperante, dejaba, de una vez por todas, de “ser argentino” y se retiraba, lo que de él quedaba, al silencio de creyentes que ya no creían en nada, apenas en ingeniárselas para sobrevivir.
Noches tórridas que acompañaron esa alquimia de desesperación y desafío que hicieron de la ciudad un escenario en el que se entremezclaron los habitantes de la periferia pobre y humillada con los habitantes de los barrios acomodados que no salían de su estupor ante la caída en abismo. En diciembre de 2001 se hizo pedazos no sólo un modelo que venía transformando el país desde la noche infausta de la dictadura del ’76 y que encontró su energía renovadora para acabar con ese otro país industrializado y más equitativo en el giro brutal del peronismo menemista al neoliberalismo, sino que también el imaginario primermundista de las clases medias se tropezó con su rostro cadavérico. La desesperanza recorrió de lado a lado la geografía de un país devastado que veía de qué manera llegaba a su fin una ficción que había envenenado a una parte sustancial de la sociedad. Lo que quedaba, para los jóvenes, era soñar con un destino allende las fronteras si podían encontrar en el arcón de los abuelos algún documento que les permitiese aspirar a convertirse en ciudadanos de ese Primer Mundo tan añorado (por esas paradojas de la historia, muchos de esos jóvenes que se fueron en esos años, hoy, enfrentados a la brutal crisis europea, inician el camino de retorno a la Argentina que, a diferencia de la que los expulsó, tiene algo nuevo para ofrecerles). El transcurrir apenas de una década no deja de ofrecernos el panorama de cambios hasta hace muy poco inimaginables. Que Sudamérica este viviendo procesos político-sociales de potente factura y revocadores de la peste neoliberal mientras en los países desarrollados se arrodillan ante los propios causantes de la catástrofe económica –los bancos– resulta sólo inverosímil si es que todavía continuamos mirando la realidad desde las anteojeras ideológicas que predominaron durante los años ’90. Las jornadas calientes de diciembre de 2001 iniciaron el desfondamiento de aquella hegemonía y, sin garantías, abrieron las compuertas para que entrasen otros vientos.
En una magnífica y negra novela póstuma (que escribió en una primera versión al comienzo de los fatídicos e impúdicos años de la convertibilidad y de la fiesta menemista), Nicolás Casullo describía una Buenos Aires fantasmagórica y fragmentada en mil pedazos en la que pululaban tribus urbanas en guerra constante, cazadores de hombres que recorrían los barrios, o más bien lo que quedaba de ellos, disparando a todo lo que se moviera mientras, como ratas, los sobrevivientes buscaban llegar al día siguiente. En Orificio, nombre de la novela y de su héroe asesino-redentor, Casullo se anticipaba, con imaginación desbordada, a la catástrofe de diciembre de 2001. Lograba, con la sutileza de una escritura en la que se mezclaban distintas tradiciones, describir, mientras una parte significativa del país vivía la fiesta neoliberal, el fondo envenenado de una realidad que llevaba en su interior su propia disolución. Muchas veces la literatura dice o anticipa lo que las gentes comunes todavía no alcanzamos a vislumbrar de lo que nos está pasando o de lo que está por acontecer. Casullo simplemente anticipaba, bajo la forma de un relato hiperbólico, lo que, al final del brutal experimento de la convertibilidad, y ya bajo los nuevos ropajes de la Alianza que no hizo otra cosa que continuar la invención mefistofélica de Cavallo, terminaría por hacer estallar, en un incendio veraniego y trágico, a un país incrédulo y extraviado que no sabía hacia dónde terminaría por llevarlo una crisis de dimensiones pantagruélicas. Pero también nos recordaba la pesada lápida que pesaba sobre las tradiciones emancipatorias y populares que, como no podía ser de otro modo, atravesaron esos años de neobarbarie sin poder salir de su propia parálisis. El 2001 conmovió todas las estructuras, tanto las de la hegemonía del liberal capitalismo como las nacional populares junto a las de una izquierda que creyó, por un instante de fervorosa alucinación, que la toma del Palacio de Invierno estaba a la vuelta de la esquina de la mano de la insurrección porteña y de la alianza milagrosa de la cacerola y el piquete.
Diez años después, y en un país que atravesó sorprendentes vicisitudes y que logró escapar del sino maldito de una decadencia irrefrenable, estamos en condiciones de, mirando en espejo, comprender los motivos de aquel hundimiento y reconocer el giro de una historia que sacándonos de aquella pesadilla nos colocó, desde el 2003 en adelante, en una época que se ofrece como la forma antagónica de un modelo de sociedad que casi nos condujo a la disolución nacional. Ejercer el arduo oficio de la memoria es una manera de estar alertas ante los intentos de regresión que siguen habitando entre nosotros bajo el recurrente discurso y las acciones muchas veces conspirativas de los poderes económicos, esos mismos que añoran el tiempo de su absoluta hegemonía. De ahí que no resulte casual que la cobertura que por estos días hicieron los medios de comunicación concentrados de aquel acontecimiento se ocupó prolijamente de silenciar el papel decisivo de los bancos y de los grandes grupos económicos, de la misma manera que buscaron sólo responsabilizar a los políticos invisibilizando el modelo económico causante de la peor tragedia social por la que atravesó nuestro país.
Que las jornadas de diciembre de 2001 tuvieran como continuidad necesaria lo inaugurado en mayo de 2003 no es algo que tenía que ocurrir ni se expresaba como consecuencia de una causalidad de la historia. Los caminos que se le abrían a la Argentina eran muy distintos sin excluir, entre los posibles, la agudización de la crisis y la caída en abismo bajo la amenaza de la disolución nacional. También se podía haber seguido el camino de una restauración conservadora sostenida a sangre y fuego o simplemente entrar en un período de absoluta debilidad institucional y atravesado por la violencia. Tal vez, y más allá del azar que lo depositó en la Casa Rosada, el mérito de Néstor Kirchner fue comprender el corte profundo y decisivo que el 2001 había producido y que la única posibilidad de construir futuro tenía que estar asociada a una reparación de todo aquello que había sido dañado por un modelo brutalmente injusto y desigual.
La mirada en espejo nos muestra que algo esencial ha cambiado después de una década y que aquello que se derrumbaba con estrépito en las jornadas multitudinarias de diciembre de 2001 no desaparecería por arte de magia sino que se requeriría un enorme esfuerzo de voluntad política y de invención democrática para darle forma a un país capaz de reencontrarse con sus mejores tradiciones populares. La sombra de aquella época ominosa sigue allí como recordatorio de lo que significó haber caído bajo las garras del neoliberalismo. Tener memoria es una manera de no ser nuevamente capturados por aquel relato que, cuando se hizo poder, dañó por décadas la vida de los argentinos.
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