RECUPERACIÓN ECONÓMICA
El anhelado regreso de los Reyes Magos, Por
Es cierto que la brecha entre los pesebres de los que más tienen y la subsidiada y precaria alegría de los desposeídos aún sigue siendo irracionalmente inmensa.
Seguramente este 6 de enero fue distinto para centenares de miles de chicos, que tuvieron la mala suerte de nacer un poco antes o después del derrumbe de la convertibilidad, en una de las tantas familias atravesadas por el cataclismo social que significó durante años la aplicación de políticas de ajuste y creciente desocupación.
En esos patéticos años, los Reyes Magos apenas se acordaban de los millones de niños herederos de la exclusión. En esas fechas sus padres tratarían de sacar agua de las piedras y alguna estrategia mágica, nacida de la necesidad y el orgullo de arrancar una sonrisa a sus críos, pergeñaron algún milagro de esos que tan sólo los pobres pueden inventar. Es que las alforjas de los reyes de a pie, de hace un tiempo a esta parte, comenzaron a recibir la tan preciada mirra, incienso y óleo, negada por años, ese preciado valor de cambio con nombre de subsidio universal. Ese subsidio estatal, que les permite austeramente llevar leche a sus humildes hogares y parar la olla, como nunca antes se pudo en años. Ese lugar de la pobreza más paupérrima que les asignó el dios mercado, ante la indiferencia de los gobernantes. Que les imposibilitó, durante más de una década, trascender las mínimas estrategias de subsistencia. Hoy, aunque insuficiente, pueden austeramente organizar sus vidas y las de su descendencia. Aún así es cierto que la brecha entre los pesebres de los que más tienen y la subsidiada y precaria alegría de los desposeídos aún sigue siendo irracionalmente inmensa. Pero la vara de los humildes no se mide con los dueños del dinero, sino con su propia existencia a través del largo y trabajoso camino de sus sacrificadas trayectorias vivenciales. De la misma manera que sienten en sus estómagos la buena nueva de una mesa servida. O el inmenso desafío de evitar el abandono escolar en sus hijos menores y la vuelta a la escuela del mayor de todos, ese que los ayudaba en el eterno recoger calle tras calle de su reciclada vida de cartoneros. Esa buena nueva que llegó para quedarse, en muchos hogares humildes, a lo largo del último año. Que tan poco se valora entre los que viven de su salario, cuyo horizonte de consumo se proyecta transitando en las autopistas, en busca de un cero kilómetro. Ese asalariado calificado, de cuello y corbata, que se sorprende cuando en algún supermercado de barrio comparte colas llenas –siempre a la misma altura del mes– con gente que habitualmente arrastra carros a tracción humana y hoy, desbordada de alegría junto a los suyos, llena los carritos de comida haciendo más lento el trajinar de las compras de esta marea de consumo básico. Sin ropa de marca, pero con marcas en sus ropas, que les siguen marcando a fuego la dura trayectoria de sus vidas, entre los otros, los incluidos, los habituados al consumo, a la tarjeta de crédito, a las compras en cuotas. Este aluvión de nuevos incluidos, que trabajosamente con sus modos y sus haceres, anhelan un lugar bajo el sol de una democracia social, que recorre con obstáculos de los más diversos ese largo y sinuoso camino de la distribución. Al fin han podido, este 6 de enero, hacer realidad el milagro, que los Reyes Magos –tan indiferentes en otras épocas– leyeran los garabatos de sus pequeños hijos, de esos que año tras año irán mejorando su caligrafía, y alfabetizando su existencia. Pidiendo en el futuro, en sus cartitas, algo más que lo básico, si no un inagotable torrente de equidades que, en el devenir del tiempo y los ritmos democráticos, les permita ser parte de esa movilidad social ascendente, de la cual fueron incluidos parte de nuestros abuelos inmigrantes, que hicieron realidad que su descendencia consiguiera trabajosamente el primer diploma universitario de su familia. Esa movilidad social que nació de un proyecto de país, que en boca de uno de sus principales referentes históricos del siglo veinte, hizo realidad el apotegma “donde exista una necesidad nacerá un derecho”.
En esos patéticos años, los Reyes Magos apenas se acordaban de los millones de niños herederos de la exclusión. En esas fechas sus padres tratarían de sacar agua de las piedras y alguna estrategia mágica, nacida de la necesidad y el orgullo de arrancar una sonrisa a sus críos, pergeñaron algún milagro de esos que tan sólo los pobres pueden inventar. Es que las alforjas de los reyes de a pie, de hace un tiempo a esta parte, comenzaron a recibir la tan preciada mirra, incienso y óleo, negada por años, ese preciado valor de cambio con nombre de subsidio universal. Ese subsidio estatal, que les permite austeramente llevar leche a sus humildes hogares y parar la olla, como nunca antes se pudo en años. Ese lugar de la pobreza más paupérrima que les asignó el dios mercado, ante la indiferencia de los gobernantes. Que les imposibilitó, durante más de una década, trascender las mínimas estrategias de subsistencia. Hoy, aunque insuficiente, pueden austeramente organizar sus vidas y las de su descendencia. Aún así es cierto que la brecha entre los pesebres de los que más tienen y la subsidiada y precaria alegría de los desposeídos aún sigue siendo irracionalmente inmensa. Pero la vara de los humildes no se mide con los dueños del dinero, sino con su propia existencia a través del largo y trabajoso camino de sus sacrificadas trayectorias vivenciales. De la misma manera que sienten en sus estómagos la buena nueva de una mesa servida. O el inmenso desafío de evitar el abandono escolar en sus hijos menores y la vuelta a la escuela del mayor de todos, ese que los ayudaba en el eterno recoger calle tras calle de su reciclada vida de cartoneros. Esa buena nueva que llegó para quedarse, en muchos hogares humildes, a lo largo del último año. Que tan poco se valora entre los que viven de su salario, cuyo horizonte de consumo se proyecta transitando en las autopistas, en busca de un cero kilómetro. Ese asalariado calificado, de cuello y corbata, que se sorprende cuando en algún supermercado de barrio comparte colas llenas –siempre a la misma altura del mes– con gente que habitualmente arrastra carros a tracción humana y hoy, desbordada de alegría junto a los suyos, llena los carritos de comida haciendo más lento el trajinar de las compras de esta marea de consumo básico. Sin ropa de marca, pero con marcas en sus ropas, que les siguen marcando a fuego la dura trayectoria de sus vidas, entre los otros, los incluidos, los habituados al consumo, a la tarjeta de crédito, a las compras en cuotas. Este aluvión de nuevos incluidos, que trabajosamente con sus modos y sus haceres, anhelan un lugar bajo el sol de una democracia social, que recorre con obstáculos de los más diversos ese largo y sinuoso camino de la distribución. Al fin han podido, este 6 de enero, hacer realidad el milagro, que los Reyes Magos –tan indiferentes en otras épocas– leyeran los garabatos de sus pequeños hijos, de esos que año tras año irán mejorando su caligrafía, y alfabetizando su existencia. Pidiendo en el futuro, en sus cartitas, algo más que lo básico, si no un inagotable torrente de equidades que, en el devenir del tiempo y los ritmos democráticos, les permita ser parte de esa movilidad social ascendente, de la cual fueron incluidos parte de nuestros abuelos inmigrantes, que hicieron realidad que su descendencia consiguiera trabajosamente el primer diploma universitario de su familia. Esa movilidad social que nació de un proyecto de país, que en boca de uno de sus principales referentes históricos del siglo veinte, hizo realidad el apotegma “donde exista una necesidad nacerá un derecho”.
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