LA FUNDACIÓN DEL PERONISMO Por Alejandro Horowicz
En el ’45 la soberanía política organizó la campaña electoral del coronel: Braden o Perón, se leía en las paredes. Saben las paredes, informan más y mejor que las tapas de algunos diarios comerciales.
Cuando la movilización popular funda el peronismo, el 17 de octubre de 1945, tres banderas sintetizan su irrupción: independencia económica, soberanía política y justicia social. Para los trabajadores de ese tiempo no era preciso explicar la justicia social. La diferencia saltaba a la vista. “Demagogia”, aullaban con respaldo conservador los partidos que integraban por esos días la Unión Democrática (Unión Cívica Radical, Partido Socialista, Partido Comunista). Y la demagogia (aguinaldo, vacaciones pagas, aporte patronal para financiar el régimen jubilatorio, legalidad del movimiento obrero) organizó el welfare state. Mientras sobrevivió el estado de bienestar, la “demagogia peronista” resultó inevitable. Carlos Saúl Menem le echó las últimas paladas de tierra al largo funeral que desguazó ese orden político, y la justicia social se tradujo en 17 millones de excluidos. Es la más completa y terrible de las injusticias sociales: el cuarto peronismo.
En el ’45, la soberanía política organizó la campaña electoral del coronel: Braden o Perón, se leía en las paredes. Saben las paredes, informan más y mejor que las tapas de algunos diarios comerciales. Braden era el embajador de los Estados Unidos en la Argentina, y fue derrotado.
Un largo silencio ganó la política, un “demagogo” se había instalado en la Casa Rosada. La potencia que organizó los acuerdos de Bretton Woods (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, patrón oro) no pudo vencer en el Río de la Plata, durante 1946. En trazos gruesos era una forma de la “soberanía política”, ya que Gran Bretaña –potencia que presidió el mercado mundial durante el ciclo anterior– se eclipsaba definitivamente.
Y la “independencia económica”, durante el primer peronismo, se pareció excesivamente a un programa de autarquía productiva. Es decir, la idea de que los principales insumos debían producirse en territorio nacional por razones de defensa. La distribución del ingreso estaba al servicio de ese programa, y el célebre primer Plan Quinquenal marchaba en esa dirección; como el resto de los que avanzaron en igual sentido –la Yugoeslavia del mariscal Tito, por citar un solo ejemplo– fracasó. El programa económico del primer peronismo fue su talón de Aquiles, no sólo porque las nacionalizaciones consumieron las “libras congeladas” –deuda inglesa por el abastecimiento alimentario durante la II Guerra Mundial– en lugar de pagarse con pesos argentinos, sino porque en vez de avanzar hacia la integración económica del Cono Sur, el gobierno peronista mantuvo el histórico statu quo con Brasil. No se trata de responsabilizar exclusivamente al general Perón, quien nunca pasó de las declamaciones abstractas sobre la unidad latinoamericana, sino del profundo desinterés reinante en Brasilia.
Con el golpe del ’55 las tres banderas sufrieron su primera resignificación. El ejercicio de la soberanía política era impensable desde el momento en que la mayoría no recuperaba el derecho democrático a votar sus propios candidatos; y sin poner fin a un sistema proscriptivo –no sólo el peronismo era ilegal, sino que su jefe estaba obligado a vivir en el exilio– la independencia económica y la justicia social no querían decir mucho. Tanto, que el principal intento democrático –el derecho del general a vivir en su propio país–, el Operativo Retorno, fracasa durante el año ’64. El avión que debía depositar a Perón en Ezeiza fue detenido en El Galeão por la dictadura brasileña de Castelo Branco. John William Cooke –recién regresado de La Habana– caracterizó el fallido como déficit teórico. Es decir, como desprecio por las herramientas conceptuales que permiten aportar claridad a la lucha política. Conviene retener ese razonamiento.
La crisis histórica que desnuda años después el Cordobazo –huelga general del 29 de mayo de 1969– sobredemuestra la notable hipótesis de Cooke. El general Lanusse, último caudillo militar de una clase dominante que todavía no había renunciado a seguir siendo una clase dirigente, entendió: o legalizaba el peronismo, o facilitaba la confluencia de la juventud universitaria (impactada por la Revolución Cubana y la derrota militar de los EE UU en Vietnam) con los trabajadores de mayor calificación profesional. No dudó un instante, y con el respaldo de la Confederación General Económica (CGE) y de la Confederación General del Trabajo (CGT), lanzó un programa para un gobierno de unidad del bloque de clases dominantes: el Gran Acuerdo Nacional con respaldo peronista.
La respuesta de Perón fue tajante: el 17 de noviembre de 1972 regresó al país. Y si bien no pudo sumar su candidatura –la cláusula proscriptiva de Lanusse funcionó– el 25 de Mayo de 1973 Héctor J. Cámpora, “El Tío”, asumió la primera magistratura. De nuevo las tres banderas volvieron a mutar. La presencia en la Casa Rosada de los presidentes de Cuba y Chile, Salvador Allende y Osvaldo Dorticós, en la asunción de Cámpora, la bandera de Montoneros atravesando la Plaza de Mayo de un extremo al otro, mostraba que justicia social era entonces “socialismo nacional”. En cuanto a la independencia económica, el tercer peronismo hegemonizaba la escena política, y por eso la consigna electoral de esas elecciones fue “liberación o dependencia”. Pero no se trataba de una hegemonía pacífica: el segundo peronismo –el de los herederos sindicales de Augusto Timoteo Vandor– no estaba dispuesto a retroceder sin más. Y esa era exactamente la disputa: los gallardetes socialistas suponían, antes que nada, la democratización de los sindicatos, cuando tal democratización liquidaba a buena parte de los dirigentes “tradicionales”, y daba lugar a una nueva dirección política del movimiento obrero. La muerte de Perón y la derrota de Montoneros sellaron la suerte del tercer peronismo, y de su intento de independencia económica y soberanía política se ocuparon María Estela Martínez de Perón y López Rega.
Ese viraje destruyó las tres banderas, el cuarto peronismo renunció explícitamente a reformularlas. Y ese es el punto: la sociedad argentina aceptó, todavía acepta, una fábula: la dictadura militar impuso –terror mediante– un nuevo orden de su autoría.
El programa económico del ingeniero Celestino Rodrigo es la negación de cualquier forma de independencia económica, y por eso fue el principal antecedente del que formulara José Alfredo Martínez de Hoz. La derrota militar de la guerrilla forma parte de los logros de la viuda del general, al igual que la destrucción del sistema universitario. Esa fue la herencia que asumió la dictadura burguesa terrorista del ’76. Y el denominado ciclo democrático no la modificó en casi nada.
El aporte de Carlos Menem, la victoria electoral del cuarto peronismo, resultó definitoria. Las relaciones carnales con los Estados Unidos no apuntan hacia la soberanía política y menos aun defienden la independencia económica. El estallido de 2001 mostró que con ese libreto no se podía ir más lejos. Era y es un límite histórico. Ahora bien, si algo preocupa en el actual orden político es que ese debate fundacional carezca de fogoneros intelectuales y políticos. Es que sin esa delimitación todo el debate se reduce a tal o cual candidatura. La experiencia de Julio Cobos debiera aprovecharse de algún modo. Y es esa la ausencia más preocupante para un año de renovación presidencial.
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