La izquierda obrera y su laberinto
Publicado el 2 de Enero de 2011Por
Sociólogo, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
Lo indudable es que las formas de lucha y medios de acción –equivocados o no– siempre intentaron establecerse como la táctica de intervención en la lucha de clases, articulada con un contexto social y político.
Sociólogo, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
Lo indudable es que las formas de lucha y medios de acción –equivocados o no– siempre intentaron establecerse como la táctica de intervención en la lucha de clases, articulada con un contexto social y político.
El jueves 23 de diciembre, un corte en las vías que duró más de seis horas, en las cercanías de la Estación Avellaneda, fue el detonante. La suspensión de los servicios de trenes para centenares de usuarios que regresaban a sus hogares de una larga y bochornosa jornada de trabajo hizo que entraran en cólera y que, con niveles de violencia inusitados, enfrentaran a la Policía Federal y destruyeran negocios e instalaciones en la Estación Constitución. Mucho se ha escrito en los últimos días sobre el origen de ambos sucesos y su conexión, pero lo que no se ha abierto es el debate sobre las implicancias subjetivas “del corte de vías o piquete ferroviario” en el conjunto de los trabajadores ajenos a esos reclamos y en la sociedad toda. Este medio de acción directa, de trabajadores en conflicto y activistas, se ha hecho recurrente últimamente en los precarizados ferroviarios y, según sus protagonistas, “intenta dar visibilidad social a la lucha de los trabajadores tercerizados”. La pregunta, aun sin respuesta, es si esa forma específica de lucha y esos medios de acción, más allá de sus intenciones, no terminan siendo funcionales a la oposición de derecha que utiliza dicho accionar para confirmar sus hipótesis de desgobierno y clima preanárquico. Con el paradójico efecto de confrontación y potencial fractura entre trabajadores en conflicto y los laburantes de a pie que son afectados por el corte del servicio.
Históricamente, es parte del acervo del movimiento obrero y de sus organizaciones políticas desarrollar en sus plataformas programáticas y en sus debates internos la temática específica de las formas de lucha y los medios de acción pertinentes para conseguir resultados positivos en sus demandas.
En la historia de la clase trabajadora, esas herramientas se fueron adecuando a las diversas etapas organizativas del movimiento, pero principalmente a las diferentes coyunturas históricas. Desde los albores de la industrialización y ante la penosa situación en que se desarrollaba la existencia proletaria, la acción directa de la concepción anarquista predominó en una larga etapa, ante los niveles de superexplotación y la doble política de opresión y exclusión de la naciente burguesía. En esos tiempos, el Estado no se ocupaba aún de la cuestión social y la inexistencia de derechos colectivos era el principal combustible de la conflagración entre clases. Años en que la clase obrera tan sólo acampaba en la sociedad industrial, a pesar de ser un factor primordial en la creación de riquezas. La multiplicidad de las luchas y la extensión de la marea organizativa, principalmente como forma de resistencia ante la explotación sin límites, obligó a los patronos, ante el potencial peligro de la fractura social, a experimentar formas que morigeraran la perpetua exclusión y la llamada “cuestión social” comenzó a balbucearse como un asunto a resolver, más allá de la emergencia coercitiva de la persecución del activismo y el aplastamiento de la insubordinación obrera, eje central de las políticas de sometimiento en la llamada etapa de acumulación originaria de capitales. La batalla por la legalización de la actividad de los gremios, otrora sociedades de resistencia, y la proliferación del derecho colectivo de los asalariados, vino de la mano de este doble proceso para evitar la conflagración que extendiera la mancha de aceite organizativa a lo largo de Europa, con posterioridad de la primera revolución triunfante que se llevó puesta a la autocracia zarista y, al mismo tiempo, por la necesidad de encontrar un modelo estable que garantice la previsibilidad de los negocios de los empresario, incluyendo bajo el sol de la sociedad industrial, el círculo virtuoso de la producción y el consumo, como precaria forma de inclusión social de la multitud de productores. Ese patrón moderno de acumulación fue conocido históricamente como fordismo, un sistema que hizo del paradigma de la llamada producción en masa, la válvula de descompresión del antagonismo de clase y en paralelo la herramienta de subalternidad del obrero industrial moderno.
El tratamiento de la nueva cuestión social fue un dispositivo paradojal, forzado por la radicalidad obrera, pero también una necesidad implícita de la clase empresaria, de forma de hacer previsible un modelo de acumulación que necesitaba cada vez más de la colaboración de la clase para la consolidación de su sistema de reproducción ampliada del capital y el trabajo. Ese nuevo patrón necesitó de una superestructura a través del Estado que, en un rol inédito, fuera moderando la profunda asimetría preexistente entre el capital y el trabajo. La generalización del sindicalismo legal no fue una suerte de autopista a la felicidad de las mayorías. Y las experiencias en el mundo fueron de lo más disímiles, existiendo un verdadero proceso desigual y combinado con la extensión del derecho obrero y la coerción patronal. Lo cierto es que un nuevo paradigma fue posible en la Europa occidental y en distintos enclaves de desarrollo industrial en algunos países periféricos: el caso de la Argentina fue uno de los más significativos de todo el subcontinente latinoamericano. La experiencia peronista es un claro ejemplo. El rol del Estado, en una suerte de bonapartismo, impulsó el derecho a la sindicalización y las formas de organización obrera, sin renunciar los nuevos sindicatos a formas de luchas y medios de acción específicos de la época. El eje de la presión obrera fue dirigido hacia las patronales, que se negaban a aceptar la extensión dentro de su industria del derecho obrero y el cumplimiento de las leyes laborales que estaban en un vertiginoso crecimiento, tomando al Ministerio de Trabajo como la extensión de la mano reparadora del Estado ante tanta inequidad. Más allá de sobrevivir formas de lucha y medios de acción típicos de otros momentos históricos, en términos generales la huelga legal y las medidas de presión eran entendidas en esa nueva etapa como la forma idónea para obligar al empresariado, muchas veces díscolo a los nuevos tiempos, a sentarse a negociar con los representantes obreros. Esta novedad en relación a la mirada sindical sobre el rol del Estado ante la lucha antipatronal, fue el resultado de la masificación en las bases, de una tendencia en el movimiento obrero nacida mucho antes, derivada de mutaciones del otrora anarcosindicalismo, o del sindicalismo socialista, que ante el desarrollo del nuevo patrón de acumulación económico con sus efectos beneficiosos, y el protagonismo creciente del poder sindical, hizo eje en el reivindicativismo, dejando así de lado el marcado tinte ideológico propio del anarquismo o de las tendencias de origen comunista, o socialistas revolucionarias, de principios del siglo XX. Lo cierto es que cada etapa histórica tuvo su corriente sindical hegemónica, desde el apogeo del anarcosindicalismo, en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX. O el crecimiento notable del sindicalismo socialista en pleno desarrollo de la legalización gremial, articulada con las luchas del sufragismo y la Ley Sáenz Peña, que acompañó al acceso a las urnas a un importante sector de las capas medias y obreros calificados. O el crecimiento exponencial de las filas del gremialismo comunista, luego de la consolidación del primer Estado obrero a escala planetaria, con un debilitamiento marcado con el devenir del peronismo y anteriormente en confrontación con el creciente sindicalismo reivindicativo, que supo coptar a centenares de activistas sindicales de las tendencias libertarias y socialistas.
Las formas de lucha y los medios de acción oscilaron en relación directa con el talante reaccionario o progresista del gobierno de turno. Desde los célebres caños de la resistencia peronista, después de instalada la “Fusiladora” en septiembre de 1955, hasta el sabotaje y la acción directa con enfrentamientos callejeros, en plena batalla antidictatorial del onganiato a Lanuse, que posibilitó el Cordobazo, el Rosariazo y el Viborazo. Lo indudable es que las formas de lucha y medios de acción –equivocados o no– intentaron establecerse como la táctica de intervención en la lucha de clases, articulada con un contexto social y político. Sin perder de vista el estado de ánimo de las masas y la conformación de la ecuación constituida por esa suerte de constelación salarial de diversísimas características, junto a la sensación térmica de los aliados potenciales para cualquier lucha obrera, los trabajadores independientes y los pequeños propietarios, tanto urbanos como rurales
Históricamente, es parte del acervo del movimiento obrero y de sus organizaciones políticas desarrollar en sus plataformas programáticas y en sus debates internos la temática específica de las formas de lucha y los medios de acción pertinentes para conseguir resultados positivos en sus demandas.
En la historia de la clase trabajadora, esas herramientas se fueron adecuando a las diversas etapas organizativas del movimiento, pero principalmente a las diferentes coyunturas históricas. Desde los albores de la industrialización y ante la penosa situación en que se desarrollaba la existencia proletaria, la acción directa de la concepción anarquista predominó en una larga etapa, ante los niveles de superexplotación y la doble política de opresión y exclusión de la naciente burguesía. En esos tiempos, el Estado no se ocupaba aún de la cuestión social y la inexistencia de derechos colectivos era el principal combustible de la conflagración entre clases. Años en que la clase obrera tan sólo acampaba en la sociedad industrial, a pesar de ser un factor primordial en la creación de riquezas. La multiplicidad de las luchas y la extensión de la marea organizativa, principalmente como forma de resistencia ante la explotación sin límites, obligó a los patronos, ante el potencial peligro de la fractura social, a experimentar formas que morigeraran la perpetua exclusión y la llamada “cuestión social” comenzó a balbucearse como un asunto a resolver, más allá de la emergencia coercitiva de la persecución del activismo y el aplastamiento de la insubordinación obrera, eje central de las políticas de sometimiento en la llamada etapa de acumulación originaria de capitales. La batalla por la legalización de la actividad de los gremios, otrora sociedades de resistencia, y la proliferación del derecho colectivo de los asalariados, vino de la mano de este doble proceso para evitar la conflagración que extendiera la mancha de aceite organizativa a lo largo de Europa, con posterioridad de la primera revolución triunfante que se llevó puesta a la autocracia zarista y, al mismo tiempo, por la necesidad de encontrar un modelo estable que garantice la previsibilidad de los negocios de los empresario, incluyendo bajo el sol de la sociedad industrial, el círculo virtuoso de la producción y el consumo, como precaria forma de inclusión social de la multitud de productores. Ese patrón moderno de acumulación fue conocido históricamente como fordismo, un sistema que hizo del paradigma de la llamada producción en masa, la válvula de descompresión del antagonismo de clase y en paralelo la herramienta de subalternidad del obrero industrial moderno.
El tratamiento de la nueva cuestión social fue un dispositivo paradojal, forzado por la radicalidad obrera, pero también una necesidad implícita de la clase empresaria, de forma de hacer previsible un modelo de acumulación que necesitaba cada vez más de la colaboración de la clase para la consolidación de su sistema de reproducción ampliada del capital y el trabajo. Ese nuevo patrón necesitó de una superestructura a través del Estado que, en un rol inédito, fuera moderando la profunda asimetría preexistente entre el capital y el trabajo. La generalización del sindicalismo legal no fue una suerte de autopista a la felicidad de las mayorías. Y las experiencias en el mundo fueron de lo más disímiles, existiendo un verdadero proceso desigual y combinado con la extensión del derecho obrero y la coerción patronal. Lo cierto es que un nuevo paradigma fue posible en la Europa occidental y en distintos enclaves de desarrollo industrial en algunos países periféricos: el caso de la Argentina fue uno de los más significativos de todo el subcontinente latinoamericano. La experiencia peronista es un claro ejemplo. El rol del Estado, en una suerte de bonapartismo, impulsó el derecho a la sindicalización y las formas de organización obrera, sin renunciar los nuevos sindicatos a formas de luchas y medios de acción específicos de la época. El eje de la presión obrera fue dirigido hacia las patronales, que se negaban a aceptar la extensión dentro de su industria del derecho obrero y el cumplimiento de las leyes laborales que estaban en un vertiginoso crecimiento, tomando al Ministerio de Trabajo como la extensión de la mano reparadora del Estado ante tanta inequidad. Más allá de sobrevivir formas de lucha y medios de acción típicos de otros momentos históricos, en términos generales la huelga legal y las medidas de presión eran entendidas en esa nueva etapa como la forma idónea para obligar al empresariado, muchas veces díscolo a los nuevos tiempos, a sentarse a negociar con los representantes obreros. Esta novedad en relación a la mirada sindical sobre el rol del Estado ante la lucha antipatronal, fue el resultado de la masificación en las bases, de una tendencia en el movimiento obrero nacida mucho antes, derivada de mutaciones del otrora anarcosindicalismo, o del sindicalismo socialista, que ante el desarrollo del nuevo patrón de acumulación económico con sus efectos beneficiosos, y el protagonismo creciente del poder sindical, hizo eje en el reivindicativismo, dejando así de lado el marcado tinte ideológico propio del anarquismo o de las tendencias de origen comunista, o socialistas revolucionarias, de principios del siglo XX. Lo cierto es que cada etapa histórica tuvo su corriente sindical hegemónica, desde el apogeo del anarcosindicalismo, en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX. O el crecimiento notable del sindicalismo socialista en pleno desarrollo de la legalización gremial, articulada con las luchas del sufragismo y la Ley Sáenz Peña, que acompañó al acceso a las urnas a un importante sector de las capas medias y obreros calificados. O el crecimiento exponencial de las filas del gremialismo comunista, luego de la consolidación del primer Estado obrero a escala planetaria, con un debilitamiento marcado con el devenir del peronismo y anteriormente en confrontación con el creciente sindicalismo reivindicativo, que supo coptar a centenares de activistas sindicales de las tendencias libertarias y socialistas.
Las formas de lucha y los medios de acción oscilaron en relación directa con el talante reaccionario o progresista del gobierno de turno. Desde los célebres caños de la resistencia peronista, después de instalada la “Fusiladora” en septiembre de 1955, hasta el sabotaje y la acción directa con enfrentamientos callejeros, en plena batalla antidictatorial del onganiato a Lanuse, que posibilitó el Cordobazo, el Rosariazo y el Viborazo. Lo indudable es que las formas de lucha y medios de acción –equivocados o no– intentaron establecerse como la táctica de intervención en la lucha de clases, articulada con un contexto social y político. Sin perder de vista el estado de ánimo de las masas y la conformación de la ecuación constituida por esa suerte de constelación salarial de diversísimas características, junto a la sensación térmica de los aliados potenciales para cualquier lucha obrera, los trabajadores independientes y los pequeños propietarios, tanto urbanos como rurales
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