sábado, 26 de noviembre de 2011
Carta abierta a Bussi, horas antes del final Por Demetrio Iramain.
Es la noche del miércoles 23 de noviembre. En la red social Facebook circula que Antonio Domingo Bussi finalmente ha muerto, tras agonizar algunos días en una cama de hospital, aunque en condición de preso, en la misma Tucumán que gobernara con mano de hierro.
Siento entonces una necesidad muy particular de que la defunción no sea cierta todavía. Desearía escribir algo sobre el genocida mientras su cuerpo sigue vivo, y a pesar de la ayuda mecánica respira todavía, seguramente maloliente, en estado de inexorable despedida, como último gesto que nos distinga de la crueldad infinita que el ex Jefe del Operativo Independencia aplicara en sus acciones represivas, y que auguraron el periodo más sombrío, la cacería más sangrienta de la historia argentina.
No quisiera que el solo hecho de escribir sobre Bussi una vez que su cuerpo yaciera muerto en la sala de cuidados intensivos del Instituto de Cardiología, me empatara siquiera un poco con sus amigos de fechorías, esos cobardes torturadores que violaron y asesinaron a sus víctimas inermes, hace más de 35 años, centenares de los cuales se encuentran igualmente condenados y en prisión común.
Aunque por razones obvias Bussi ya no podrá alzar su voz para defenderse, me desagradaría sobremanera que alguno de sus adherentes que sí asumirían su defensa tuviera la excusa para objetarme una eventual falta ética: escribir sobre el muerto sin que él ya pudiera contradecirme. Privarlo de la posibilidad meramente formal de responderme, aunque eso no sucediera nunca, y ese muerto no fuera un hombre respetable, sino un emblema muy característico de la mayor estructura de exterminio que conociera Occidente en el último siglo, por lo menos.
Puro gesto simbólico, podrá decir alguno. Y sí, aunque infinitamente más meritorio que el que los genocidas tuvieran, cuando remataban sin necesidad alguna a sus torturados ya muertos, de un tiro a pocos centímetros de distancia. ¿Para qué lo hacían? ¿Para sentirse un poco, un gran poquito, machos? ¿Para ver qué misterio o cosa salía todavía de allí, tras el último disparo? ¿Para ver de qué color tenían el alma los compañeros? ¿Creían que de esa sangre podrían extraer finalmente la delación que sus tormentos no lograron desentrañar? ¿Para vengar el último gesto de dignidad y confianza en el porvenir que sus víctimas tuvieron al mirar de frente a la muerte, con esperanza al futuro, incluso en esas circunstancias?
Tengo suerte, sin embargo. La versión online de algunos diarios desmienten el fallecimiento. Otros, ni siquiera dan cuenta de su grave internación. Bussi todavía está vivo. O no está muerto, que no es técnicamente lo mismo, pero se parecen.
Hasta el nombre lo delata, y hace juego con sus crímenes. No sólo su rostro como de perro sin comida durante tres semanas, también su apellido. Bussi, seco y marcial, con doble s a lo nazi.
Cuando más tarde, mañana quizás, o la semana que viene, Bussi cierre los ojos por última vez, o la sombra se le venga encima de repente, y manos ajenas le clausuren para siempre los párpados, sólo unos pocos animales de su misma calaña lo llorarán. Un cuervo, una rata. Quizás ni eso.
Qué paradoja, Bussi fue uno de los ideólogos de las formas más sanguinarias que asumiera más tarde el Terrorismo de Estado, y al mismo tiempo el producto más acabado de la secuela de impunidad que la dictadura dejó sembrada como peste en la institucionalidad democrática que sobrevino tras el 10 de diciembre de 1983. De Jefe de la acción represiva señera del genocidio estatal, pasó a gobernador de facto, cargo que volvió a investir por el voto democrático de la sociedad tucumana, a la que sojuzgó implacablemente, en 1995.
Eso de “voto democrático” está por verse. Una “democracia” que lo dejó libre, que no se animó a juzgar sus crímenes, que lo perdonó mediante esa criatura jurídica que fue la Ley de Punto Final, nunca puede ser tal cosa. Ninguna sociedad sana institucionalmente puede reprochar a los ciudadanos por elegir a un genocida, siendo que éste fue perdonado previamente por la propia institucionalidad respecto de su responsabilidad penal en los crímenes más horrendos que conoce el genotipo humano. Fue el perdón a Bussi el gran delito de la democracia, y no su posterior triunfo electoral.
Por suerte para el país, y muy especialmente para la sociedad de esa pequeña provincia en extensión geográfica pero emblemática y singular, el país del terror, de la angustia social y de la impunidad que Bussi conociera (y usufructuara) en su apogeo, cambió. Ya no es el mismo. Vive en idéntico lugar, pero es otro. Son iguales, pero distintos. Distantes. Diferentes. Se reconocen, sin embargo, uno en el otro.
"¿Eso era yo? ¿Hacía así?", se pregunta el país renacido en 2003 en referencia al que fuera alguna vez, hasta 8 años atrás. “¿Cómo llegué hasta aquí?”, insiste, sorprendido, sin dimensionar del todo el tamaño de su gesta de resistencia y capacidad de reinventarse. “Ya sé: las Madres de Plaza de Mayo, los trabajadores”, se responde en silencio. Aprieta fuerte los dientes, y se acuesta, para levantarse temprano al día siguiente e ir a trabajar. Cuando regrese de la fábrica, Bussi, finalmente, habrá muerto.
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