El hombre que hizo de los derechos humanos una política de Estado
La lucha contra la impunidad fue uno de los ejes centrales del gobierno de Néstor Kirchner. Su paso por la historia apuntó a clausurar para siempre las secuelas de la dictadura militar
Con tono sereno y a la vez tajante, el presidente Néstor Kirchner pronunció la siguiente palabra: “¡Proceda!”. Aquellas siete letras bastaron para que el jefe del Ejército, general Roberto Bendini, se subiera a un banquito para descolgar los retratos de los dictadores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Bignone, los cuales resaltaban junto con los cuadros de otros jerarcas militares en una especie de Salón de la Fama instalado en el primer piso del Colegio Militar. Era la tarde del 24 de marzo de 2004. Exactamente 28 años antes, el primero de los nombrados había encabezado el último régimen castrense del siglo XX, y el segundo fue su comandante residual. Ahora sus imágenes serían enviadas al basurero de la Historia. Pero pocos saben que ese tránsito fue precedido por un verdadero thriller.
Es que con anterioridad Kirchner le había ordenado a Bendini que dispusiera el retiro de semejante decoración. Sin embargo, el general no cumplió. Por ese motivo, el Presidente resolvería finiquitar el asunto en el acto por el aniversario del golpe. Ello fue informado con anticipación al Estado Mayor y, en rigor a la verdad, ese cariz de la efeméride no causaría mucho beneplácito entre algunos integrantes de la cúpula militar. Tales fueron los casos de los generales de brigada Rodrigo Soloaga y Jorge Cabrera. Por caso, éste último –quien estaba a cargo de la Jefatura II de Inteligencia— hasta llegaría a tildar la iniciativa de “provocación innecesaria”. Lo cierto es que los hechos no tardaron en precipitarse.
En la mañana del 23 de marzo, el ministro de Defensa, José Pampuro, atendió una llamada telefónica:
–Desaparecieron los cuadros de Videla y Bignone –le informó una voz desde el otro lado de la línea.
–¿Quién habla? –quiso saber el funcionario.
Por toda respuesta, oyó el click que dio por finalizada la comunicación. Minutos después confirmaría por fuentes oficiales que, en efecto, manos anónimas habían hurtado ambos retratos. Su próximo paso fue ir a la Casa Rosada.
Dicen que Kirchner asimiló la explosiva novedad con una fría calma. Y que,tras convocar con urgencia a Bendini, su orden fue:
–Busque los cuadros y vuélvalos a colgar.
La directiva fue acatada.
Ese martes, el súbito pase a retiro de Soloaga y Cabrera pasó desapercibido.
Al día siguiente, el primer mandatario ingresó al recinto en cuestión con los ojos clavados en los retratos restituidos. En ese instante se lo vio sonreír. Y –como ya se sabe– declamaría esa histórica palabra: “¡Proceda!”.
A unos pasos de su desgarbada figura, el secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, observaba la escena.
Memoria completa. El vínculo entre Duhalde “El Bueno” –llamado así en contraposición a su homónimo, el ex presidente interino– y Kirchner data del invierno de 1999, cuando uno era magistrado en un tribunal oral en lo criminal y el otro un gobernador no muy conocido a nivel nacional. Por entonces, el primero de ellos ya sentía una gran afinidad política hacia el santacruceño, y éste, un creciente interés por los derechos humanos. Al fin y al cabo, Duhalde tenía una vasta trayectoria en la materia: fue defensor de presos políticos –junto a Rodolfo Ortega Peña– a partir de la dictadura del general Onganía, además ejerció la dirección –también con Ortega Peña– de la mítica revista Militancia y, en los inicios de los ochenta, tuvo un activo rol en la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadu), que recibió en Europa las primeras denuncias sobre la represión ilegal aplicada por militares argentinos.
Ambos solían mantener reuniones semanales de análisis político en el bar Ópera Prima, frente a la plaza Vicente López, a la vuelta del departamento capitalino de Néstor y Cristina. Luego, a esos cónclaves se sumarían Alberto Fernández, Edgardo Depetri (actual diputado del FPV) y Dante Dovena (actual embajador en Montevideo). Con el correr del tiempo, aquel intercambio casi deportivo de ideas fue mutando en un proyecto concreto. En realidad, Kirchner pensaba presentar su candidatura presidencial en 2007; sin embargo, el estallido social que derrumbó al gobierno de la Alianza hizo que visualizara la posibilidad de adelantar cuatro años su aspiración de llegar al sillón de Rivadavia. En aquellos días, ya manifestaba su intención de anular las leyes del perdón y los indultos que impedían el juzgamiento de los hacedores del terrorismo de Estado.
En febrero de 2003 –cuando ninguna encuesta le daba al futuro presidente más del 5 por ciento de intención de voto– Duhalde sorprendió a sus contertulios con un anuncio:
–Mañana presento mi renuncia como juez de Cámara.
Kirchner, entonces, quiso saber la razón. La respuesta fue:
–Porque no puedo hacer política escondido detrás de una columna.
El asunto es que a Duhalde sólo le faltaban ocho meses para jubilarse, con todos los beneficios que ello implicaba.
–Estás loco. ¿Por qué no pedís licencia?
–Mi decisión, Néstor, ya está tomada.
En ese instante, Kirchner encogió sus hombros, y dijo:
–Ojalá gane las elecciones, porque no quiero verte trabajar de cartonero.
Ya se sabe el epílogo de esta historia.
Kirchner asumió la presidencia de la Nación el 25 de mayo de ese año. Había que verlo jugar con su bastón de mando como lo hubiese hecho el mismísimo Bat Masterson; había que verlo hundirse en la multitud para salir con la frente escaldada tras chocar con el teleobjetivo de una cámara. Había que oír su discurso en la Asamblea Legislativa, rodeado por Fidel Castro, Hugo Chávez, Luiz Inácio Lula da Silva y Julio Lagos. En esa oportunidad diría: “Formo parte de una generación diezmada. Castigada por dolorosas ausencias. Me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones que no pienso dejar en la puerta de la Casa Rosada”.
Al día siguiente, en su flamante despacho Balcarce 50, le ofreció a Duhalde la Secretaría de Derechos Humanos. Éste, por un momento, vaciló. La réplica del Presidente no se hizo esperar: “Te necesito en ese lugar porque la política de derechos humanos es una prioridad absoluta de mi gobierno”
Duhalde evocó para Miradas al Sur el papel de Kirchner en la aplicación de dicha política. “Los lineamientos –señaló el funcionario– fueron fijados por Néstor. Fue él, personalmente, quien impulsó la nulidad de las leyes del Perdón, la baja de cuadros, la recuperación de la Esma y, desde luego, los juicios. Durante los primeros seis meses de gestión, tuvimos un contacto diario. Luego, cuando ya tuve en claro la política a aplicar, nuestros encuentros de trabajo fueron más espaciados; simplemente nos veíamos cuando él tenía para mí alguna instrucción o en caso de que la magnitud de algún hecho exigía que nos reuniéramos. Nunca dejé de sentirme respaldado por él, de manera implícita y explícita. Claro que no fue hombre de felicitar; más bien, era proclive a efectuar correcciones o manifestar su desacuerdo. Yo, afortunadamente, sólo recibí tres llamadas para plantear algunas correcciones, que no eran de fondo. Y la relación con los organismos de derechos humanos constituye un capítulo aparte. A Estela de Carlotto ya la conocía. Y a Hebe de Bonafini la recibió en una audiencia pública a tres días de asumir. Lo recuerdo perfectamente, porque en la mañana de aquel 28 de mayo me habían operado de cataratas en el ojo derecho. Y al mediodía recibí una llamada suya. ‘Necesito que estés acá porque va venir Hebe’, fueron sus palabras. Y fui nomás, con el ojo emparchado”.
Es que con anterioridad Kirchner le había ordenado a Bendini que dispusiera el retiro de semejante decoración. Sin embargo, el general no cumplió. Por ese motivo, el Presidente resolvería finiquitar el asunto en el acto por el aniversario del golpe. Ello fue informado con anticipación al Estado Mayor y, en rigor a la verdad, ese cariz de la efeméride no causaría mucho beneplácito entre algunos integrantes de la cúpula militar. Tales fueron los casos de los generales de brigada Rodrigo Soloaga y Jorge Cabrera. Por caso, éste último –quien estaba a cargo de la Jefatura II de Inteligencia— hasta llegaría a tildar la iniciativa de “provocación innecesaria”. Lo cierto es que los hechos no tardaron en precipitarse.
En la mañana del 23 de marzo, el ministro de Defensa, José Pampuro, atendió una llamada telefónica:
–Desaparecieron los cuadros de Videla y Bignone –le informó una voz desde el otro lado de la línea.
–¿Quién habla? –quiso saber el funcionario.
Por toda respuesta, oyó el click que dio por finalizada la comunicación. Minutos después confirmaría por fuentes oficiales que, en efecto, manos anónimas habían hurtado ambos retratos. Su próximo paso fue ir a la Casa Rosada.
Dicen que Kirchner asimiló la explosiva novedad con una fría calma. Y que,tras convocar con urgencia a Bendini, su orden fue:
–Busque los cuadros y vuélvalos a colgar.
La directiva fue acatada.
Ese martes, el súbito pase a retiro de Soloaga y Cabrera pasó desapercibido.
Al día siguiente, el primer mandatario ingresó al recinto en cuestión con los ojos clavados en los retratos restituidos. En ese instante se lo vio sonreír. Y –como ya se sabe– declamaría esa histórica palabra: “¡Proceda!”.
A unos pasos de su desgarbada figura, el secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, observaba la escena.
Memoria completa. El vínculo entre Duhalde “El Bueno” –llamado así en contraposición a su homónimo, el ex presidente interino– y Kirchner data del invierno de 1999, cuando uno era magistrado en un tribunal oral en lo criminal y el otro un gobernador no muy conocido a nivel nacional. Por entonces, el primero de ellos ya sentía una gran afinidad política hacia el santacruceño, y éste, un creciente interés por los derechos humanos. Al fin y al cabo, Duhalde tenía una vasta trayectoria en la materia: fue defensor de presos políticos –junto a Rodolfo Ortega Peña– a partir de la dictadura del general Onganía, además ejerció la dirección –también con Ortega Peña– de la mítica revista Militancia y, en los inicios de los ochenta, tuvo un activo rol en la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadu), que recibió en Europa las primeras denuncias sobre la represión ilegal aplicada por militares argentinos.
Ambos solían mantener reuniones semanales de análisis político en el bar Ópera Prima, frente a la plaza Vicente López, a la vuelta del departamento capitalino de Néstor y Cristina. Luego, a esos cónclaves se sumarían Alberto Fernández, Edgardo Depetri (actual diputado del FPV) y Dante Dovena (actual embajador en Montevideo). Con el correr del tiempo, aquel intercambio casi deportivo de ideas fue mutando en un proyecto concreto. En realidad, Kirchner pensaba presentar su candidatura presidencial en 2007; sin embargo, el estallido social que derrumbó al gobierno de la Alianza hizo que visualizara la posibilidad de adelantar cuatro años su aspiración de llegar al sillón de Rivadavia. En aquellos días, ya manifestaba su intención de anular las leyes del perdón y los indultos que impedían el juzgamiento de los hacedores del terrorismo de Estado.
En febrero de 2003 –cuando ninguna encuesta le daba al futuro presidente más del 5 por ciento de intención de voto– Duhalde sorprendió a sus contertulios con un anuncio:
–Mañana presento mi renuncia como juez de Cámara.
Kirchner, entonces, quiso saber la razón. La respuesta fue:
–Porque no puedo hacer política escondido detrás de una columna.
El asunto es que a Duhalde sólo le faltaban ocho meses para jubilarse, con todos los beneficios que ello implicaba.
–Estás loco. ¿Por qué no pedís licencia?
–Mi decisión, Néstor, ya está tomada.
En ese instante, Kirchner encogió sus hombros, y dijo:
–Ojalá gane las elecciones, porque no quiero verte trabajar de cartonero.
Ya se sabe el epílogo de esta historia.
Kirchner asumió la presidencia de la Nación el 25 de mayo de ese año. Había que verlo jugar con su bastón de mando como lo hubiese hecho el mismísimo Bat Masterson; había que verlo hundirse en la multitud para salir con la frente escaldada tras chocar con el teleobjetivo de una cámara. Había que oír su discurso en la Asamblea Legislativa, rodeado por Fidel Castro, Hugo Chávez, Luiz Inácio Lula da Silva y Julio Lagos. En esa oportunidad diría: “Formo parte de una generación diezmada. Castigada por dolorosas ausencias. Me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones que no pienso dejar en la puerta de la Casa Rosada”.
Al día siguiente, en su flamante despacho Balcarce 50, le ofreció a Duhalde la Secretaría de Derechos Humanos. Éste, por un momento, vaciló. La réplica del Presidente no se hizo esperar: “Te necesito en ese lugar porque la política de derechos humanos es una prioridad absoluta de mi gobierno”
Duhalde evocó para Miradas al Sur el papel de Kirchner en la aplicación de dicha política. “Los lineamientos –señaló el funcionario– fueron fijados por Néstor. Fue él, personalmente, quien impulsó la nulidad de las leyes del Perdón, la baja de cuadros, la recuperación de la Esma y, desde luego, los juicios. Durante los primeros seis meses de gestión, tuvimos un contacto diario. Luego, cuando ya tuve en claro la política a aplicar, nuestros encuentros de trabajo fueron más espaciados; simplemente nos veíamos cuando él tenía para mí alguna instrucción o en caso de que la magnitud de algún hecho exigía que nos reuniéramos. Nunca dejé de sentirme respaldado por él, de manera implícita y explícita. Claro que no fue hombre de felicitar; más bien, era proclive a efectuar correcciones o manifestar su desacuerdo. Yo, afortunadamente, sólo recibí tres llamadas para plantear algunas correcciones, que no eran de fondo. Y la relación con los organismos de derechos humanos constituye un capítulo aparte. A Estela de Carlotto ya la conocía. Y a Hebe de Bonafini la recibió en una audiencia pública a tres días de asumir. Lo recuerdo perfectamente, porque en la mañana de aquel 28 de mayo me habían operado de cataratas en el ojo derecho. Y al mediodía recibí una llamada suya. ‘Necesito que estés acá porque va venir Hebe’, fueron sus palabras. Y fui nomás, con el ojo emparchado”.
Como a los nazis. Alguna vez, en referencia a la reticente lentitud de ciertos jueces por activar procesos por delitos de lesa humanidad, Kirchner afirmó: “En Argentina hubo más de mil centros clandestinos de detención, y sólo hay un centenar de represores presos. ¿Acaso en algunos chupaderos los secuestrados se atendían a sí mismos?”. Poco después, el asunto se aceleraría.
En una entrevista que a fines de 2004 el autor de esta nota le hiciera al represor Héctor Vergez, éste no dudó en expresar su preocupación al respecto con las siguientes palabras: “Sólo falta que la Corte Suprema nos pegue el tiro de gracia”. Se refería a la inminente resolución del máximo tribunal sobre la inconstitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Ese hombre era consciente de que si el asunto prosperaba, su futuro –y el de sus camaradas– sería más que incierto.
Semejante percepción también la tuvo el general Ricardo Brinzoni, a quien Kirchner desplazó de la Jefatura del Ejército a 48 horas de asumir. En esa ocasión, buena parte del generalato también desfiló hacia sus casas. Aquella purga tuvo el doble propósito de que, por un lado, no quedaran en actividad oficiales que hubieran participado en la represión ilegal y, también, cortar de raíz el lobby castrense ante jueces, obispos, legisladores y periodistas para garantizar las leyes de impunidad.
El 5 junio de 2005 se cristalizaron los temores del ex capitán Vergez: un histórico fallo de la Corte invalidó las trabas legales que impedían el juzgamiento a los criminales de la dictadura. Días después, Vergez se mudaría al penal de Marcos Paz. En cifras globales, actualmente hay 656 represores bajo proceso y 110 ya condenados. Unos 474 de ellos permanecen tras las rejas.
Además de las medidas ya mencionadas, también se dispuso la presentación del Estado como querellante en los juicios, fue creado el Archivo Nacional de la Memoria, se consolidó el Consejo Federal de Derechos Humanos, fueron ampliadas las políticas reparatorias para víctimas, se señalizaron unos 500 centros clandestinos, fueron organizadas unas 20 unidades de investigación sobre el terrorismo de Estado, fue fundado el Observatorio de Derechos Humanos en ocho provincias y se impulsó en Plan Nacional contra la Discriminación, entre otros logros.
Con el paso de los días, el país asimila de manera cabal la tragedia que representa para los argentinos la muerte de Kirchner. Y tuvo que ser la inoportuna llegada de la parca lo que instaló la convicción de que precisamente él fue la figura política más importante del último medio siglo. Ocurre que la profunda transformación del Estado que se aplicó desde 2003 siempre estará ligada a su persona. Ello, por cierto, también incluye el mérito de haber sido el estadista que sentó las bases para clausurar definitivamente la etapa iniciada el 24 de marzo de 1976. Ya se sabe que sus secuelas supieron extenderse a través de los gobiernos de Alfonsín, Menem y la Alianza, mediante un perverso cóctel de neoliberalismo e impunidad. El hombre que acaba de partir fue quien, de modo inapelable, dio vuelta esa página. En este punto, su política de derechos humanos no resultó un hecho menor. Por el contrario, fue la mecha que encendió el fuego de la memoria, la verdad y la justicia.
En una entrevista que a fines de 2004 el autor de esta nota le hiciera al represor Héctor Vergez, éste no dudó en expresar su preocupación al respecto con las siguientes palabras: “Sólo falta que la Corte Suprema nos pegue el tiro de gracia”. Se refería a la inminente resolución del máximo tribunal sobre la inconstitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Ese hombre era consciente de que si el asunto prosperaba, su futuro –y el de sus camaradas– sería más que incierto.
Semejante percepción también la tuvo el general Ricardo Brinzoni, a quien Kirchner desplazó de la Jefatura del Ejército a 48 horas de asumir. En esa ocasión, buena parte del generalato también desfiló hacia sus casas. Aquella purga tuvo el doble propósito de que, por un lado, no quedaran en actividad oficiales que hubieran participado en la represión ilegal y, también, cortar de raíz el lobby castrense ante jueces, obispos, legisladores y periodistas para garantizar las leyes de impunidad.
El 5 junio de 2005 se cristalizaron los temores del ex capitán Vergez: un histórico fallo de la Corte invalidó las trabas legales que impedían el juzgamiento a los criminales de la dictadura. Días después, Vergez se mudaría al penal de Marcos Paz. En cifras globales, actualmente hay 656 represores bajo proceso y 110 ya condenados. Unos 474 de ellos permanecen tras las rejas.
Además de las medidas ya mencionadas, también se dispuso la presentación del Estado como querellante en los juicios, fue creado el Archivo Nacional de la Memoria, se consolidó el Consejo Federal de Derechos Humanos, fueron ampliadas las políticas reparatorias para víctimas, se señalizaron unos 500 centros clandestinos, fueron organizadas unas 20 unidades de investigación sobre el terrorismo de Estado, fue fundado el Observatorio de Derechos Humanos en ocho provincias y se impulsó en Plan Nacional contra la Discriminación, entre otros logros.
Con el paso de los días, el país asimila de manera cabal la tragedia que representa para los argentinos la muerte de Kirchner. Y tuvo que ser la inoportuna llegada de la parca lo que instaló la convicción de que precisamente él fue la figura política más importante del último medio siglo. Ocurre que la profunda transformación del Estado que se aplicó desde 2003 siempre estará ligada a su persona. Ello, por cierto, también incluye el mérito de haber sido el estadista que sentó las bases para clausurar definitivamente la etapa iniciada el 24 de marzo de 1976. Ya se sabe que sus secuelas supieron extenderse a través de los gobiernos de Alfonsín, Menem y la Alianza, mediante un perverso cóctel de neoliberalismo e impunidad. El hombre que acaba de partir fue quien, de modo inapelable, dio vuelta esa página. En este punto, su política de derechos humanos no resultó un hecho menor. Por el contrario, fue la mecha que encendió el fuego de la memoria, la verdad y la justicia.
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