Mirtha y el cajón cerrado de Kirchner
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¿Cuál será la íntima desesperación que agobia a la derecha? ¿Tal vez que Néstor Kirchner regrese como mito o poética, o en cualquier otro envase que exceda su desaparición física? Será.
Mirtha Legrand se ha convertido en algo así como el inconsciente colectivo que expresa las perversiones más inconfesables de los argentinos. Una suerte de voyeurismo al revés, que presta su ojo público y su potente capacidad de amplificar sus observaciones para crear, en nuestra ya vapuleada subjetividad, lo que ni en la más recóndita privacidad nos atreveríamos a fantasear.
No es cierto que la anfitriona de los caros almuerzos dice en voz alta “lo que piensa la gente” en la calle. “La Señora”, como la llaman, va mucho más allá, hasta la siguiente frontera: cómo hacer para que la gente piense exactamente eso que las clases dominantes quisieran que estructure la opinión corriente del argentino medio.
Su nuevo desatino no fue responderles como una diva histriónica entrada en años y caprichos a los actores que objetan su patética huella en la bastardeada cultura de nuestro tiempo. No la favorece en absoluto siquiera citar los nombres y apellidos de sus detractores, porque la sola contraposición en blanco sobre negro de Federico Luppi y de Mirtha Legrand viuda de Tinayre ya resulta esclarecedora. Su última mayor burrada fue haber especulado sobre qué habría dentro del cajón que, “supuestamente” –según su retorcida cavilación–, contenía los restos de Néstor Kirchner. ¿Tuercas para que pesen, y goma espuma para que no hagan ruido, acaso? Dígalo, Mirtha; ¿eso piensa usted?
Ya ha pasado un mes desde la muerte del ex presidente, y mediando cierta distancia temporal con el duelo popular que siguió a aquel día, quizás ahora ya sí podamos entrarle a la insultante especulación de la diva, pronunciada, sin embargo, cuando el cuerpo de Néstor todavía estaría acomodándose en las sombras. Este pueblo y su presidenta, viuda del estadista más imponente de los últimos 35 años, han dado en el mismo plazo que le hemos dejado pasar a la Legrand, sobradas muestras de fervor en la continuidad del proyecto político en marcha.
Mirtha no tiene en cuenta, en absoluto, el disvalor que culturas milenarias asignan a la exhibición de un cuerpo inerte, como íntimo acto de recogimiento ante lo inexpugnable de la muerte. Faltaba más. A ella le importa “lo que la gente piensa”. Y el rating. Ni hablar de las implicancias políticas inmediatas, en el imaginario colectivo, que podría tener la exposición de un líder popular que hasta el día de su muerte encabezaba junto con su esposa en el puesto de mayor representación del poder del Estado, un profundo proyecto transformador como hace varias décadas no experimenta la Argentina.
De honrar la vida, se trata, siempre. También ante las circunstancias doloras que impone la fatalidad. Y más aun si esa fatalidad alude a una vida tan colectiva y plural, en un país signado por la injusticia en todas sus manifestaciones. Si algo sintetiza de modo más elocuente al capitalismo es la muerte; de ahí su gozo obsceno de mostrar acabados, matados o dormidos para siempre, desamparados y vulnerables en cualquier caso, a quienes osaron en vida combatir sus perversiones. ¿Cuál será la íntima desesperación que agobia a la derecha? ¿Tal vez que Néstor Kirchner regrese como mito o poética, o en cualquier otro envase que exceda su desaparición física? Será.
Hay un antecedente político de gran vitalidad en este sentido, que contrapone esas funcionalidades tétricas del sistema capitalista: las Madres de Plaza de Mayo.
Ellas decidieron en una opción escalofriante y a la vez tan sencilla y capital, “cerrar el cajón” donde estarían sus hijos e hijas, y no reconocerlos muertos nunca, tanto que ni aceptaron exhumar sus cuerpos toda vez que aparecían sus restos óseos. Ni hablar de su repulsa a percibir resarcimientos monetarios por aquellas intensas vidas, como si fuera posible una transacción comercial.
Palabras más o menos, las Madres plantearon lo siguiente: “Mientras el Estado que los desapareció no diga quién o quiénes fueron, cómo fue que los asesinaron, en qué circunstancias, y se dé a la tarea de juzgar a sus autores, no vamos a ser nosotras quienes los demos por muertos.”
Las Madres siempre dijeron que buscar restos óseos, pedazos de clavículas o dentaduras, y nunca jamás mostrar vivos a esos desaparecidos, ni hacer luz en sus sueños militantes, ni encomiar sus vidas entregadas concientemente a la lucha revolucionaria significaba una puesta en escena del horror, que no conducía sino a la parálisis social y a la quietud transformadora.
Para quienes ansían la parálisis social y la quietud transformadora que el kirchnerismo discute palmo a palmo desde 2003, les aflige sobremanera no poder dar con el rostro muerto de Néstor Kirchner.
¿Acaso alguien recuerda al Che frío de muerte, tieso en el camastro de La Higuera donde lo fusilaron? Quienes lo mataron escondieron su cadáver, le amputaron una mano para su posterior identificación, pero lo mostraron, aunque en vano, muerto. El Ejército boliviano de entonces y la CIA yanqui que lo entrenaba, le sacaron decenas de fotografías ya fuera de la vida, con los ojos idos, la barba larguísima, el rostro sin expresión alguna. Y sin embargo, del Che sólo trascendió su figura altiva, esa mirada más allá del horizonte, el pelo ensortijado por el viento, potente, bello, revolucionario, desafiante. Siempre que exista un pueblo detrás para sostenerlos, la muerte de los líderes populares se volverá perfectamente inútil, también sus representaciones simbólicas.
La clase trabajadora de nuestro país lleno de Sur, no tiene otro modo de ser sobre la Tierra. La muerte ya no mata a ninguno por aquí, asqueados como estábamos de sangre de bala, o vómito de hambre. La esperanza, esa sí es la única invicta. Y más en estos días, en que un pueblo entero se ha embarcado al desafío de planificar su concreción.
No es cierto que la anfitriona de los caros almuerzos dice en voz alta “lo que piensa la gente” en la calle. “La Señora”, como la llaman, va mucho más allá, hasta la siguiente frontera: cómo hacer para que la gente piense exactamente eso que las clases dominantes quisieran que estructure la opinión corriente del argentino medio.
Su nuevo desatino no fue responderles como una diva histriónica entrada en años y caprichos a los actores que objetan su patética huella en la bastardeada cultura de nuestro tiempo. No la favorece en absoluto siquiera citar los nombres y apellidos de sus detractores, porque la sola contraposición en blanco sobre negro de Federico Luppi y de Mirtha Legrand viuda de Tinayre ya resulta esclarecedora. Su última mayor burrada fue haber especulado sobre qué habría dentro del cajón que, “supuestamente” –según su retorcida cavilación–, contenía los restos de Néstor Kirchner. ¿Tuercas para que pesen, y goma espuma para que no hagan ruido, acaso? Dígalo, Mirtha; ¿eso piensa usted?
Ya ha pasado un mes desde la muerte del ex presidente, y mediando cierta distancia temporal con el duelo popular que siguió a aquel día, quizás ahora ya sí podamos entrarle a la insultante especulación de la diva, pronunciada, sin embargo, cuando el cuerpo de Néstor todavía estaría acomodándose en las sombras. Este pueblo y su presidenta, viuda del estadista más imponente de los últimos 35 años, han dado en el mismo plazo que le hemos dejado pasar a la Legrand, sobradas muestras de fervor en la continuidad del proyecto político en marcha.
Mirtha no tiene en cuenta, en absoluto, el disvalor que culturas milenarias asignan a la exhibición de un cuerpo inerte, como íntimo acto de recogimiento ante lo inexpugnable de la muerte. Faltaba más. A ella le importa “lo que la gente piensa”. Y el rating. Ni hablar de las implicancias políticas inmediatas, en el imaginario colectivo, que podría tener la exposición de un líder popular que hasta el día de su muerte encabezaba junto con su esposa en el puesto de mayor representación del poder del Estado, un profundo proyecto transformador como hace varias décadas no experimenta la Argentina.
De honrar la vida, se trata, siempre. También ante las circunstancias doloras que impone la fatalidad. Y más aun si esa fatalidad alude a una vida tan colectiva y plural, en un país signado por la injusticia en todas sus manifestaciones. Si algo sintetiza de modo más elocuente al capitalismo es la muerte; de ahí su gozo obsceno de mostrar acabados, matados o dormidos para siempre, desamparados y vulnerables en cualquier caso, a quienes osaron en vida combatir sus perversiones. ¿Cuál será la íntima desesperación que agobia a la derecha? ¿Tal vez que Néstor Kirchner regrese como mito o poética, o en cualquier otro envase que exceda su desaparición física? Será.
Hay un antecedente político de gran vitalidad en este sentido, que contrapone esas funcionalidades tétricas del sistema capitalista: las Madres de Plaza de Mayo.
Ellas decidieron en una opción escalofriante y a la vez tan sencilla y capital, “cerrar el cajón” donde estarían sus hijos e hijas, y no reconocerlos muertos nunca, tanto que ni aceptaron exhumar sus cuerpos toda vez que aparecían sus restos óseos. Ni hablar de su repulsa a percibir resarcimientos monetarios por aquellas intensas vidas, como si fuera posible una transacción comercial.
Palabras más o menos, las Madres plantearon lo siguiente: “Mientras el Estado que los desapareció no diga quién o quiénes fueron, cómo fue que los asesinaron, en qué circunstancias, y se dé a la tarea de juzgar a sus autores, no vamos a ser nosotras quienes los demos por muertos.”
Las Madres siempre dijeron que buscar restos óseos, pedazos de clavículas o dentaduras, y nunca jamás mostrar vivos a esos desaparecidos, ni hacer luz en sus sueños militantes, ni encomiar sus vidas entregadas concientemente a la lucha revolucionaria significaba una puesta en escena del horror, que no conducía sino a la parálisis social y a la quietud transformadora.
Para quienes ansían la parálisis social y la quietud transformadora que el kirchnerismo discute palmo a palmo desde 2003, les aflige sobremanera no poder dar con el rostro muerto de Néstor Kirchner.
¿Acaso alguien recuerda al Che frío de muerte, tieso en el camastro de La Higuera donde lo fusilaron? Quienes lo mataron escondieron su cadáver, le amputaron una mano para su posterior identificación, pero lo mostraron, aunque en vano, muerto. El Ejército boliviano de entonces y la CIA yanqui que lo entrenaba, le sacaron decenas de fotografías ya fuera de la vida, con los ojos idos, la barba larguísima, el rostro sin expresión alguna. Y sin embargo, del Che sólo trascendió su figura altiva, esa mirada más allá del horizonte, el pelo ensortijado por el viento, potente, bello, revolucionario, desafiante. Siempre que exista un pueblo detrás para sostenerlos, la muerte de los líderes populares se volverá perfectamente inútil, también sus representaciones simbólicas.
La clase trabajadora de nuestro país lleno de Sur, no tiene otro modo de ser sobre la Tierra. La muerte ya no mata a ninguno por aquí, asqueados como estábamos de sangre de bala, o vómito de hambre. La esperanza, esa sí es la única invicta. Y más en estos días, en que un pueblo entero se ha embarcado al desafío de planificar su concreción.
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