lunes, 12 de diciembre de 2011

Sobre la distorsión que produce no querer escuchar Por Juan Sasturain



Tras la asunción del sábado, tras los actos y los discursos y sus repercusiones, queda claro una vez más que –parafraseando a Wilde y a Twain– asistimos a una auténtica decadencia en el arte de escuchar. Cualquiera oye pero parece que muchos no escuchan. Y si escuchan, no parecen entender. En la Argentina hay peores sordos que los que no quieren oír: son los que escuchan pero que pareciera que no. Los que no se hacen los sordos sino los boludos. Y tienen sus razones.
Nos puede agradar o no el estilo oratorio de la Presidente –yo, como tantos, tengo serias reservas sobre el uso de ciertos énfasis, referencias y recursos retóricos: cuestión de gustos–, pero no cabe ninguna duda de que es, lejos, muy lejos, la mejor. Quiero decir: en términos de aptitud política, acopio de saberes y descripción de medios y objetivos, Cristina –cuando habla, cuando explica y describe– maneja conceptos y formula definiciones, establece correlaciones y clarifica cuestiones con la solidez de una estadista. Ocupa ese lugar con una soltura e idoneidad que acá nadie antes y en mucho tiempo. Sólo la ceguera y el prejuicio pueden echarle alguna sombra en ese aspecto. Es un cuadro político excepcional. Un fierro. Y además –creemos muchos– no sólo tiene razón en lo que dice sino que lo que dice se parece mucho, todo lo que puede, a lo que hace, a lo que quiere e intenta hacer. La solidez y la sensación de convicción provienen de esa coherencia, supongo.
Por eso es por lo menos curioso que todos hayan oído lo que dijo pero muchos no hayan querido escuchar de qué se trata.
Pocas veces se ha bajado línea tan clara y programática en términos de Política económica, así, con mayúscula (y lo dice este gil, que sabe poco –como la mayoría– de datos y nomenclatura técnica, pero que no come vidrio), ya que de eso habló Cristina, no de otra cosa: lo demás son detalles, temas derivados. En ese sentido, su defensa de la economía real –la basada en la producción, la inversión y el trabajo– en oposición a la economía especulativa –la que saca sus números y cuentas de resultados de los balances de los bancos y de las pizarras de los ladrones– es ejemplar. Y su énfasis en poner el ojo y la atención en el comercio interior y exterior, con lo que significa de saludable contralor a la circulación de las divisas y el equilibrio de la balanza de pagos, ni hablar. Vamos por ahí, como toda nación soberana (que alguna vez lo fuimos).
Fue conmovedor –romper el chanchito familiar, leer el papelito con los números de entradas y salidas– verla hacer la ominosa cuenta del costo en millones de verdes que suma el desembolso por pago de perversa deuda externa en retirada, y el goteo diario o casi por auxilios del Central para neutralizar las provocadas y frustradas corridas cambiarias de la puta Patria Financiera. Pese a eso, revisando el chanchito, ahí están –aunque podrían ser el doble– los cuarenta y pico mil millones de reservas, bancándosela. En fin... Grande, Presidente.
Ahora, a mí me va a gustar ver, en este país de buena gente, cómo los buenos representantes del pueblo y las provincias avanzan, desde el Congreso, con las leyes que regulen las condiciones de propiedad y explotación de la tierra y el funcionamiento de las entidades financieras, entre otros instrumentos legales que devuelvan soberanía en zonas hasta ahora liberadas para los ladrones. Me gustaría –nos gustaría– coherentemente, verlo. A Cristina también, claro. Habló de eso, lo recordó sin ira. Sería una manera de empezar a reparar el daño que este mismo Congreso soberano –formado por nuestra buena gente– causó por acción y omisión –no lo olvidemos– en tiempos no muy lejanos de culposo espejismo neoliberal.
La distorsión que produce el no querer escuchar lo que dijo Cristina en el pintoresco y sombrío, distendido y tenso discurso de la asunción, el sábado, puede ser fatal para comentaristas sesgados en general y analistas políticos de mala o cortada leche en particular. Se van a enterar por otros medios y en otras palabras que no son las suyas, que viven en un país saludablemente distinto del suyo: ése que no quieren ni oír soñar.

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