domingo, 1 de enero de 2012

2011: un año con más de doce meses Por Daniel Cecchini



Así como el historiador Eric Hobsbawm sostiene que, en términos históricos, el desarrollo de los siglos no coincide con su duración cronológica, el repaso de lo sucedido durante 2011 en la política argentina no puede circunscribirse a los últimos doce meses. Se trata, en términos políticos, de un año más largo, cuyo inicio hay que buscarlo en aquellos memorables días de la semana del Bicentenario, cuando millones de argentinos ignoraron el bombardeo propagandístico de los medios concentrados de comunicación y salieron a la calle a celebrar con alegría su historia, su presente y su identidad.
De la mano de la participación popular, la semana de mayo de 2010 puso en evidencia la existencia –real y palpable– de un clima político y un humor social ubicados en los antípodas de lo que sostenía el discurso construido por los grandes medios de comunicación –fundamentalmente Clarín y La Nación– y repetido por sus voceros de la oposición política, asociados en una fuerte movida destituyente desde los días del debate por la Resolución 125.
En los días previos a los festejos, los grandes medios apostaron a crear un ambiente de temor que pretendía, con los caballitos de batalla del caos y la inseguridad, evitar que los argentinos salieran a la calle a participar de una celebración que les pertenecía. Fueron ellos, y no unas pocas mentes maquiavélicas presuntamente atrincheradas en la Casa Rosada, quienes quisieron transformar a las jornadas del Bicentenario –una celebración de todos y para todos– en un referéndum que mostrara a un Gobierno carente de apoyo e incapaz de organizar siquiera una fiesta. Inventaron esa compulsa y la perdieron. El tiro del referéndum les salió por la culata.
Lo mismo les sucedió con ese otro invento mediático llamado “la oposición”, a la que trataron de mostrar como un conjunto homogéneo de republicanos y no como lo que realmente era: un rejunte de dirigentes variopintos, desesperados por arañar una cuota de poder. Su representación en el Congreso, el tan mentado Grupo A, incapaz de construir nada, se limitaba a frenar cuanto proyecto presentara el oficialismo, incluso aquellos que hasta hacía poco algunos de los dirigentes amontonados en “la oposición” habían calificado de imprescindibles. Su único objetivo era quitarle la iniciativa al Gobierno; impedirle, valga la redundancia, gobernar.
Una de las pocas excepciones fue la ley de matrimonio igualitario –apoyada por una importante mayoría social– que pudo ser sancionada en julio de 2010.
La inesperada muerte de Néstor Kirchner, el 27 de octubre del año pasado, marcó otro hito. El duelo popular no fue sólo una demostración de tristeza por la desaparición del hombre que, convocando a “inventar el futuro”, había sacado a la Argentina de la peor crisis de su historia. Fue, también, una ratificación –poderosa y espontánea– de apoyo a la Presidenta. Frente al féretro velado en la Casa Rosada, miles de personas desfilaron para despedir al ex presidente, pero la frase más repetida allí –y en la Plaza, donde se congregó una multitud– no fue “Adiós Néstor”, sino “¡Fuerza Cristina!”.
A contramano de esa expresión, las plumas más conspicuas deClarín y La Nación y sus socios menores –multiplicadas en las radios y los canales del monopolio– iniciaron otra campaña destituyente. Sin Kirchner manejando los hilos en las sombras y disciplinando al peronismo, Cristina no podría gobernar. Puestos en la tarea, algunos de los escribas más entusiastas llegaron a comparar a Cristina Fernández de Kirchner con la patética María Estela Martínez de Perón. Muerto el perro, pronto se acabaría la rabia. El país estaba al borde del desastre.
En el Congreso, el Grupo A volvió a poner su granito de arena para servir a sus patrones económicos y mediáticos y le negó al Gobierno una de las herramientas fundamentales para la gestión, el Presupuesto.
Mientras unos escribían y otros repetían el libreto, la economía argentina seguía creciendo: 9,2% en 2010. Salvo algunos reclamos sectoriales y la desgraciada muerte de Mariano Ferreyra a manos de una patota sindical, nada perturbaba la paz social.
El año electoral. En otras páginas de este número de Miradas al Sur se analizarán los aspectos centrales de 2011 –ahora sí, durante los doce meses del calendario– y se repasarán las políticas tomadas por un gobierno que nunca perdió la iniciativa, a pesar de los constantes ataques de los medios concentrados de comunicación y de no contar con fuerzas suficientes en el Congreso para transformar en leyes sus proyectos.
Las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (Paso) convocadas para el 14 de agosto acortaron el año electoral. En la primera mitad de 2011, ese falso conjunto bautizado como “la oposición” por los grandes medios se mostró, ante la inminencia de una contienda eleccionaria donde cada uno privilegió sus ambiciones, como el rejunte que realmente era.
En el peronismo disidente, Eduardo Duhalde y Alberto Rodríguez Saá protagonizaron una parodia inconclusa de elección interna, que se frustró cuando Duhalde se dio cuenta de que perdía la batalla de los aparatos en el interior del país. El radicalismo traicionó su historia de democracia interna, asumió que la figura de Julio Cobos era un espejismo no presidenciable, y terminó encolumnado a regañadientes detrás de la difusa silueta política de Ricardito, el clon fallado de don Raúl Alfonsín. El socialismo, con Hermes Binner a la cabeza, detuvo su reloj político hasta las elecciones en Santa Fe para decidir su política de alianzas. Y ya fue tarde. Durante el verano y poco más, Mauricio Macri y Fernando Solanas amenazaron con aspirar a un quimérico futuro nacional. Elisa Carrió siguió hablando sola, como loca mala, mientras su tropa se miraba cada vez con más perplejidad.
Las encuestas fueron, poco a poco, aclarando el panorama. Desde el principio, Cristina Fernández de Kirchner rondó los cuarenta puntos, aunque desde las propaladoras monopólicas se desestimaran los datos. Macri –aconsejado por Durán Barba– y Solanas se dieron cuenta de que no llegaban ni a la esquina y cambiaron sus sueños presidenciales por la elección a la intendencia porteña. Duhalde y Rodríguez Saá –ex compañeros de ruta devenidos enemigos acérrimos– decidieron participar cada uno por su lado. El radicalismo y el socialismo –una alianza con una fórmula posible, integrada por Binner y Alfonsín, en uno u otro orden–, también. El Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT), con Altamira y Castillo, aspiraba a alcanzar un piso que le permitiera seguir participando. Carrió siguió hablando sola, y a veces con un cada vez más atónito Joaquín Morales Solá.
La apuesta de todos y cada uno de ellos –transformada en ilusión desde las páginas y las pantallas de los grandes medios– era llegar segundo en las Paso, para así poder aglutinar el voto antikirchnerista y llegar al 23 de octubre con la expectativa de alcanzar el ballottage. Las primarias, donde Cristina alcanzó poco más del 50% de los votos, acabaron con todos y cada uno de esos sueños.
La contundencia del resultado les hizo cambiar el discurso. La consigna que se comenzó a propalar desde los grandes medios era no permitir que el Frente para la Victoria obtuviera los legisladores suficientes para alcanzar el quórum propio en las Cámaras. Para salvar a la República de los peligros del autoritarismo oficial.
No es necesario aquí repasar los resultados de las elecciones nacionales del 23 de octubre. En cambio, sus principales consecuencias para los participantes merecen ser enumeradas. La Presidenta fue ratificada abrumadoramente por el voto popular, lo que le brindó un respaldo político mayor al que nunca había tenido. El Frente Amplio Progresista encabezado por Hermes Binner terminó configurándose como un espacio de peso en el escenario nacional, donde todavía puede crecer hasta plantearse en el futuro como una alternativa. El radicalismo es hoy una bolsa llena de gatos que se disputan espacios políticos hacia el interior de un partido que deberá cargar con el estigma de haber traicionado sus mecanismos democráticos internos. Y también con el tatuaje de su alianza bonaerense con De Narváez. A pesar de ello, sigue siendo la segunda fuerza nacional. Altamira y Castillo tuvieron su milagro. Eduardo Duhalde y Elisa Carrió, cada uno por su lado, deberán alguna vez asumir que les llegó la muerte política, por suicidio. Aunque sigan hablando solos, también cada uno por su lado.
En medio de todos los derrotados, Mauricio Macri tuvo el dudoso mérito de ser el único que supo huir a tiempo. Desde ese lugar ya está planificando con su asesor ecuatoriano una ilusión presidencial para 2015.
El 23 de octubre, Cristina Fernández de Kirchner quedó de cara a su segundo mandato –el tercero del kirchnerismo– en una situación inédita en la historia política argentina. Es la primera vez que un proyecto político se sostiene sin traicionar sus fundamentos durante tres elecciones.
Octubre y después. Apenas confirmada la renovación del mandato de Cristina Fernández de Kirchner, y a contramano de la expresión contundente de la voluntad popular en las urnas, los grupos económicos concentrados apostaron a una nueva estrategia de desestabilización, esta vez mediante el recurso de las corridas cambiarias, fogoneadas por los medios de siempre. En su discurso de asunción, la Presidenta denunció que el Banco Central tuvo que salir a vender 15.000 millones de dólares para frenarlas. El Gobierno demostró que tiene una fortaleza que lo diferencia como el día de la noche de otros que resultaron víctimas de este tipo de golpes financieros, todavía frescos en la memoria de los argentinos.
Los nuevos mecanismos de control para evitar la fuga de capitales y la obligación de reinvertir utilidades en el país para las trasnacionales apuntan a fortalecer la economía argentina en un mundo asolado por la crisis provocada por los mercados. La búsqueda de una mayor integración regional, ratificada en la última reunión del Mercosur, también.
Por otra parte, la quita progresiva y selectiva de subsidios a los servicios públicos, sumada a la eliminación de los que tenían bancos, financieras, compañías de seguros, casas de juegos de azar, puertos fluviales, aeropuertos, telefonía móvil y empresas de hidrocarburos y minería, apuntan a una mayor equidad social.
El Congreso –con la nueva composición decidida por el voto popular– dejó atrás dos años durante los cuales el leitmotiv opositor fue poner palos en la rueda y le devolvió al Gobierno la herramienta soberana del Presupuesto. Además, en apenas dos semanas aprobó tres leyes fundamentales que habían sido cajoneadas: la que pone límites a la extranjerización de la tierra, el nuevo régimen de empleo rural –que reemplazó al Estatuto del Peón de Videla y Martínez de Hoz–, y la que declara de interés público a la producción, distribución y comercialización del papel para diarios, que marca un salto cualitativo en la democratización del manejo de la información en la Argentina, garantizando una mayor pluralidad de voces.
También hay que señalar que la “ley antiterrorista” aprobada en estos días habría merecido una redacción más cuidadosa para evitar interpretaciones que podrían transformarla –en manos inescrupulosas– en una herramienta para el disciplinamiento o el castigo de la protesta social.
Salvo en este último caso, las medidas apenas enumeradas más arriba marcan cuál es el rumbo decidido por el Gobierno para su nuevo mandato: la profundización del modelo que sacó al país de la peor crisis de su historia y les devolvió el trabajo y la dignidad a la mayoría de sus habitantes. El año que se inaugura mañana comienza con expectativas de una democracia con continuidad de crecimiento, más soberanía y menos desigualdad.
En otras palabras, arranca con la perspectiva de una mejor calidad de vida para todos aquellos hombres y mujeres de bien que habitan el suelo argentino.

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