El debate sobre la “oportunidad” de proclamar nuestra independencia comenzó el mismo día 25 de mayo y fue uno de los motivos de agrias discusiones entre los morenistas y los saavedristas. Para los primeros había que apurar el paso y para los segundos había que obrar en permanente consulta con el Reino Unido, que por entones era un sólido aliado de la resistencia española contra la invasión napoleónica. Los morenistas, tras la “misteriosa” muerte de su líder, conformaron la Sociedad Patriótica liderada por el tucumano Monteagudo que no disimulaba su afán independentista cuando escribía en “Mártir o Libre”: “Sería un insulto a la dignidad del pueblo americano, el probar que debemos ser independientes: este es un principio sancionado por la naturaleza.” Esta lógica revolucionaria, compartida por el recién llegado José de San Martín entre muchos, chocaba contra el “realismo político” del secretario del Primer Triunvirato, Bernardino Rivadavia, que acababa de retar a Manuel Belgrano porque había tenido la osadía de crear una bandera y construir en la misma ciudad de Rosario dos baterías a las que llamó nada menos que “Libertad” e “Independencia”. El futuro padre de la deuda externa le decía a Belgrano: “El gobierno deja a la prudencia de Vuestra Señoría mismo la reparación de tamaño desorden (la jura de la bandera), pero debe prevenirle que ésta será la última vez que sacrificará hasta tan alto punto los respetos de su autoridad y los intereses de la nación que preside y forma, los que jamás podrán estar en oposición a la uniformidad y orden.”
Tanto la Sociedad Patriótica como la Logia de Caballeros Racionales, que luego se llamará Lautaro, decidieron enfrentar a aquel Triunvirato que estaba poniendo un serio freno a la guerra de liberación y postergando sin fecha la reunión del Congreso Constituyente y la declaración de nuestra Independencia. La primera acción militar de San Martín en nuestras tierra fue participar activamente en el derrocamiento de aquel gobierno tripartito impulsando la asunción de un Segundo Triunvirato acorde a los ideas de la Sociedad Patriótica y la Logia que convocará inmediatamente al Congreso que pasará a la historia como la Asamblea del Año XIII. Si bien se abolieron los títulos nobiliarios, los inhumanos métodos de trabajo aplicados a los habitantes originarios, y los instrumentos de tortura, se aprobaron los símbolos patrios y se declaró la libertad de los hijos de los esclavos nacidos a partir entonces, la Asamblea no concretó los objetivos para los que había sido convocado: la redacción de una Constitución republicana y la declaración de nuestra independencia. Esto tuvo mucho que ver con la muñeca política del presidente de la misma, Carlos María de Alvear, digno representante de los sectores económicamente más poderosos de Buenos Aires, que retomando la línea rivadaviana, buscaban por todos los medios no enemistarse con Gran Bretaña y concentrar el poder en la ciudad-puerto de Buenos Aires. En ese contexto se inscribe el rechazo de los diputados artiguistas que traían entre sus instrucciones un plan de gobierno federal y republicano que implicaba un justo reparto de la riqueza entre las regiones y sectores sociales, el traslado de la capital y la nacionalización de las rentas aduaneras y portuarias de Buenos Aires. También en ese rumbo hay que leer el impulso por parte de Alvear de la creación de un poder ejecutivo unipersonal y centralizador, el Directorio, cargo en el que logró designar a su tío: Gervasio de Posadas, aprovechando como él mismo lo reconoce en sus memorias, la ausencia de San Martín: “El coronel San Martín había sido enviado a relevar al general Belgrano y la salida de este jefe de la capital que habíase manifestado opuesto a la concentración del poder, me dejaba más expedito para intentar esta grande obra.”
Mientras tanto, en Europa, la definitiva derrota de Napoleón en Waterloo, el 18 de Junio de 1815, implicaba una vuelta al pasado, la “restauración” de un viejo orden decadente e injusto.
Entre los reyes que volvían a sus tronos Fernando VII, aparecía como uno de los más reaccionarios. Reinstauró la Inquisición abolida por José Bonaparte, anuló la Constitución liberal de 1812 y se dedicó rápidamente a recuperar las colonias americanas a sangre y fuego, sobre todo después de leer un informe de las Cortes que decía que la Metrópoli recaudaba al año: en México 2.500.000 pesos; en Nueva Granada, 4.000.000; en Venezuela, 1.000.000; en el Perú 15.000.000 y en Buenos Aires, el foco rebelde invicto y perdurable, 12.500.000 pesos.
En América las cosas iban de mal en peor. En México, a fines de 1815, el fusilamiento del sacerdote revolucionario José María Morelos parecía poner punto final al levantamiento antiespañol.
En Venezuela y Nueva Granada (Colombia) una poderosa expedición al mando del general Morillo derrotaba a los patriotas y Bolívar debió exiliarse en 1815 en la isla de Jamaica.
En Chile, desde la derrota de Rancagua en 1814, los patriotas estaban dispersos y los realistas habían recuperado el poder amenazando seriamente con invadir las últimas provincias rebeldes, las del Río de la Plata, cruzando la cordillera.
Frente a este sombrío panorama se abrió una alternativa de hierro: entregarse o luchar hasta las últimas consecuencias. Alvear eligió la primera opción y envió una misión diplomática a cargo de Manuel José García con el fin de entrevistarse con el embajador británico en Río de Janeiro, Lord Strangford, a quien debía ofrecerle la entrega en protectorado de las Provincias Unidas al Reino Unido.
La carta de Alvear decía textualmente “Estas provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés yo estoy resuelto a sostener tan justa solicitud para librarlas de los males que las afligen. Es necesario que se aprovechen los buenos momentos, que vengan tropas que impongan a los genios díscolos y un jefe plenamente autorizado que empiece a dar al país las forman que fueren del beneplácito del Rey.”
Del otro lado, muchos hombres y mujeres del pueblo, y junto a ellos, San Martín y Güemes, decididos a lanzarse a la guerra a muerte, o todo o nada, sabiendo que para 1816 a Fernando VII sólo le faltaba recuperar el territorio del ex virreinato del Río de la Plata, la única zona americana que resistía el avance de los españoles. Caía sobre los revolucionarios de estas tierras la enorme responsabilidad de resistir y extender la revolución hasta expulsar definitivamente a los españoles. En aquel contexto Alvear fue obligado a renunciar por la presión de ambos ejércitos el de los Andes liderado por San Martín y al del Norte por Álvarez Thomas que terminará asumiendo el Directorio y convocando finalmente el Congreso General Constituyente de Tucumán.
El 24 de marzo -por aquel entonces fecha sin connotaciones nefastas- de 1816 comenzaron las sesiones del congreso bajo la presidencia de del doctor Pedro Medrano. Fue elegido presidente el diputado porteño Pedro Medrano Se resolvió que la presidencia sería rotativa y mensual, se designaron dos secretarios, Juan José Paso y José Mariano Serrano , diputado altoperuano.
El primer tema que tuvo que tratar el congreso fue el reemplazo del renunciante Director Supremo Ignacio Álvarez Thomas que había renunciado. Fue elegido para el cargo el diputado por San Luis, coronel mayor Juan Martín de Pueyrredón. El nuevo director debió viajar de inmediato a Salta para confirmar a Güemes como comandante de la frontera Norte tras la derrota de Rondeau en Sipe Sipe.
El tema siguiente fue el debate sobre la forma de gobierno. La mayoría de los congresales estaban de acuerdo con establecer una monarquía constitucional que era la forma más aceptada en la Europa de la restauración. La una de las pocas repúblicas que quedaba en pie en el mundo eran los Estados Unidos de Norteamérica.
En la sesión secreta del 6 de Julio de 1816 Belgrano que acababa de llegar de Europa tras su fallida misión, propuso ante los congresales de Tucumán, que en vez de buscar un príncipe europeo o volver a estar bajo la autoridad española, se estableciera una monarquía moderada encabezada por un príncipe Inca como una forma de reparar las injusticias cometidas por los conquistadores españoles contra las culturas americanas. Belgrano recibió el cálido apoyo de San Martín y Güemes. La idea también entusiasmó a los diputados altoperuanos que propusieron un reino con capital en Cuzco y se dio por seguro que esto permitiría la adhesión de los indígenas a la causa revolucionaria.
Es curioso observar como califican muchos historiadores la idea belgraniana del Inca. Casi sin excepción se burlan de ella tildándola de exótica. No usan el mismo calificativo para los zares, el príncipe de Luca o los integrantes de la realeza europea, ellos sí exóticos, que trataron de coronar los directoriales. Resulta que el único exótico es el Inca y no deja de ser interesante leer la definición de la palabra según el diccionario de la Real Academia Española: “Exótico: extranjero, especialmente si procede de país lejano”. Claro que para muchos escribas vernáculos siempre será más “exótico” un Inca, un gaucho, un criollo, un “cabecita negra” que cualquier parásito de las monarquías trasatlánticas.
Para los porteños, la coronación del Inca era inadmisible y “ridícula”.
El diputado por Buenos Aires, Tomás de Anchorena propuso la federación de provincias debido a las notables diferencias que había entre las distintas regiones.
Fray Justo Santa María de Oro, hizo gala de su muñeca política y propuso que antes de tomar cualquier resolución sobre la forma de gobierno había que consultar a los pueblos de todo el territorio y amenazó con retirarse del congreso si no se tomaba esa resolución.
Las discusiones entre monárquicos y republicanos siguieron cada vez más acaloradamente sin llegar a ningún acuerdo.
Pueyrredón regresó a Tucumán y apuró a los diputados para que declarasen de una vez por todas la independencia y viajó a Buenos Aires.
Una comisión compuesta por los diputados Gascón, Sánchez de Bustamante y Serrano redactó una especie de plan de trabajo para el congreso en el que se incluía el tan deseado y demorado tema de la independencia que ponía muy nervioso al gobernador intendente de Cuyo, José de San Martín quien le escribía al diputado por Mendoza, Godoy Cruz: “¡Hasta cuando esperamos declarar nuestra independencia! ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte ¿Qué relaciones podremos emprender, cuando estamos a pupilo? Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas.”
En aquel contexto desfavorable, en aquel julio de 1816 en Tucumán, aquellos hombres de coraje, comenzaron a transitar el largo camino hacia la independencia.
El martes 9 de Julio de 1816 no llovía como en aquel 25 de mayo de hacía seis años. El día estaba muy soleado y a eso de las dos de la tarde los diputados del congreso comenzaron a sesionar. A pedido del diputado por Jujuy, Sánchez de Bustamente, se trató el “proyecto de deliberación sobre la libertad e independencia del país”. Bajo la presidencia del sanjuanino Narciso Laprida, el secretario, Juan José Paso preguntó a los congresales “si querían que las Provincias de la Unión fuesen una nación libre de los reyes de España y su metrópoli”. Todos los diputados aprobaron por aclamación primero la propuesta de Paso. En medio de los gritos de la gente que miraba desde afuera por las ventanas y de algunos colados que habían logrado entrar a la sala, fueron firmando el Acta de la Independencia que declaraba “solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojadas e investirse del alto carácter de nación independiente del Rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli.”
En la sesión del 19 de Julio uno de los diputados por Buenos Aires, Pedro Medrano, previniendo la reacción furibunda de San Martín que estaba al tanto de las gestiones secretas en las que estaban involucraban a algunos congresales y al propio Director Supremo encaminadas a entregar estas provincias, independientes de España, al dominio de Portugal o Inglaterra, señaló que “antes de pasar al ejército el acta de independencia y la fórmula del juramento, se agregase, después de ‘sus sucesores y metrópoli’; esto más: ‘de toda dominación extranjera’, para sofocar el rumor de que existía la idea de entregar el país a los portugueses”.
La declaración iba acompañada de un sugerente documento que decía “fin de la Revolución, principio del Orden” en la que los congresales dejaban en claro que les preocupaba dar una imagen de moderación frente a los poderosos de Europa que, tras la derrota de Napoleón no toleraban la irritante palabra revolución.
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