viernes, 3 de febrero de 2012

Lo general y lo particular: de Famatina a los camioneros Por: Ricardo Forster


La historia de las sociedades ha sido, y lo sigue siendo en la actualidad, la historia de los desencuentros entre la necesidad de construir un interés general y la demanda de las partes que componen esas mismas sociedades en persistir en la defensa de sus particularidades que, y eso también es inescindible de los procesos históricos, suelen entrar en agudos conflictos con las fuerzas transformadoras de carácter universal que en muy contadas ocasiones se comportan de acuerdo al principio de la tolerancia y al respeto de la diferencia. La violencia, en el interior de las sociedades, se relaciona directamente con esa continua tensión entre los reclamos individuales o particulares, aquellos que responden legítimamente a demandas no compartidas universalmente, y el llamado “interés general” que puede asumir la forma del “interés nacional”, de “la causa común”, “de los derechos universales del hombre y el ciudadano”; o, bajo otra nomenclatura que hizo época desde el siglo XIX en adelante pero que en la actualidad ha entrado en un cono de sombras, apelando a la idea ilustrado-decimonónica de “progreso”, palabra mágica que sirvió para expandir planetariamente una concepción del mundo y de la vida convertida en la garantía inapelable para todos aquellos pueblos que querían ser parte de los nuevos tiempos. El precio pagado para entrar en el selecto club de las naciones civilizadas dejaría, en los últimos dos siglos, una inaudita acumulación de violencia, injusticias y sufrimientos. Claro que, y eso no es posible silenciarlo, desde ese “centro universalizador” se desplegaron por todos los confines algunas ideas sin las cuales no podríamos siquiera imaginar una sociedad más justa, igualitaria y libre.
Bajo la matriz más pragmática, economicista e imperial de esa gramática habilitadora de un proyecto mundial de civilización se terminó de imponer una lógica universalista expulsando fuera de la historia a todos aquellos que se resistían a dejarse “nombrar” bajo el nuevo idioma de la “totalidad europea”. Pero también la tensión entre lo general y lo particular la encontramos, una y otra vez, con una tremenda insistencia, en la construcción del prejuicio social, racial, sexual o religioso que, a lo largo del siglo pasado, fue causante de formas genocidas de violencia dirigidas, centralmente, sobre el cuerpo de ciertas minorías en el interior de proyectos nacionales que no querían aceptar la permanencia de esas minorías a las que leían como poniendo en entredicho el destino de la propia nación (desde el genocidio armenio perpetrado por los jóvenes turcos durante la Primera Guerra Mundial y en nombre de la construcción de la nueva Turquía hasta el Holocausto judío consumado por los nazis en nombre de la superioridad de la raza aria y de la construcción del Reich milenario, pasando por otros terribles actos de criminalidad genocida en los distintos continentes, sin por eso olvidar, en el caso de nuestro país, lo que bajo el eufemismo de “campaña del desierto”, acabó por “consolidar” la unidad nacional bajo la premisa del aniquilamiento de una parte sustancial de los pobladores originarios que se resistían a “entrar” en la dinámica civilizatoria ofrecida por los exponentes locales de la economía-mundo del imperial-capitalismo). El esfuerzo decisivo de toda sociedad democrática no es ni puede ser otro que encontrar el equilibrio y la correspondencia entre lo general y lo particular. Ese desafío atraviesa lo político, lo cultural, lo social, lo económico, lo científico-tecnológico en un arco amplio que sabe de las dificultades que existen en el interior de las sociedades para alcanzar una vida socialmente justa para el conjunto de la comunidad.
En política, como en los distintos órdenes de la vida, hay una diferencia entre lo pequeño y lo grande, entre lo particular y lo general, entre aquello que responde a algo específico y localizado y aquello otro que se despliega en el espacio universal. Reducir lo particular a lo general puede conducir, como en los hechos ha sucedido en distintas circunstancias, a acallar voces, vidas y experiencias en nombre de una voluntad general que parece definir, desde su propia lógica y desde sus propios intereses, la totalidad de la vida en el interior de una sociedad. Conocemos las consecuencias que esa “universalidad mala” (para utilizar libremente una categoría de la filosofía de Hegel) ha tenido respecto de todos aquellos (pueblos, individuos, colectivos sociales, países, culturas originarias, minorías de distinto tipo, etc.) que no entraron en los “planes civilizatorios” propios de la locomotora del progreso y de sus exigencias absolutas. Y aunque en ocasiones el árbol puede tapar al bosque y es lo que suele ocurrir cuando un interés particular reclama el derecho a permanecer incuestionado más allá de que pueda afectar otros intereses, no cabe duda de que en el interior de una sociedad democrática no es posible reducir el derecho individual en nombre de un derecho general que, incluso, puede desplegarse segando esa particularidad que entra en tensión con la universalidad. Sostener el equilibrio, siempre delicado, entre ambas dimensiones de la vida social y humana es, sin dudas, una tarea constante y un esfuerzo imprescindible a la hora de medir las consecuencias de determinadas decisiones y acciones.
En las últimas semanas, y haciendo un giro menos dramático que el que venía planteando al abordar las contradicciones entre lo particular y lo general, hemos podido ver de qué manera algo de esta tensión se desarrolla en nuestro país alrededor de cuestiones no vinculadas entre sí pero que nos permiten dar perfecta cuenta de lo que se pone en juego cuando se manifiesta de manera explícita la colisión entre lo particular y lo general. También ocurre, en determinadas ocasiones dignas de ser tomadas en cuenta, que la defensa de los derechos particulares termina por garantizar la fluidez del derecho compartido y colectivo que abarca al conjunto de la comunidad. En cambio, cuando en nombre de lo universal se pasa por encima de lo particular lo que también queda profunda y decisivamente dañado es aquello que supuestamente se hacía en nombre de lo general.
Por un lado, nos encontramos ante la gravedad y la complejidad de la cuestión de la minería a cielo abierto que ha recobrado vigor y presencia mediática a partir del rechazo que una mayoría de los pobladores de la ciudad riojana de Famatina hizo de la posibilidad de que se desarrolle, en su cerro, un emprendimiento minero canadiense que, eso dicen no sin esgrimir contundentes razones dignas de ser atendidas por los gobernantes, pondría en peligro el agua y destruiría el medio de vida de miles de sus pobladores además de afectar las napas profundas que alimentan otras regiones. Alrededor del reclamo, justo allí donde son los pobladores de una región quienes deben ser consultados cuando se toman decisiones que involucran sus propias vidas y las de sus hijos, se han montado, casi inmediatamente, otros intereses que prefieren dirigir la crítica no sólo y exclusivamente al gobierno provincial sino que apuntan, centralmente, a cuestionar al Gobierno nacional responsabilizándolo por la ampliación de una política minera que, eso señalan, no toma en cuenta la sustentabilidad medioambiental. Vemos de qué modo detrás de una lucha reivindicativa particular puede montarse, casi inmediatamente, una fuerte ofensiva que va más allá de los límites de Famatina para desplazarse hacia lo nacional (¿puede acaso no llamar la atención la cobertura y el apoyo explícito que los grandes medios concentrados le están dando a la cuestión minera pensando que con eso debilitan al Gobierno nacional?).
Lo que no suele decir cierta crítica simplista y dogmática es de qué modo se reemplazaría el impacto que la minería tiene en un proyecto de desarrollo que sobre todo busca integrar zonas marginales y pobres del país como suelen ser, por lo general, las provincias mineras (pienso sobre todo en Catamarca, La Rioja y San Juan que durante la década neoliberal fueron declaradas por el Banco Mundial zonas inviables en términos productivos, en un momento en el que los famosos commodities mineros carecían de la relevancia y el valor que tienen actualmente, en particular después del aumento exponencial del oro) y cómo se lograría seguir expandiendo un crecimiento económico que resulta fundamental a la hora de mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la sociedad, en particular en países, como es el nuestro, que para distribuir mejor y más equitativamente la riqueza necesita imperiosamente avanzar en un proceso de reindustrialización que le permita eludir la trampa de la reprimarización productiva (en este sentido, la minería por sí sola no garantiza que se logre ese objetivo allí donde puede ser vehículo de la primarización y de la acumulación de ganancias sólo y exclusivamente en beneficio de los capitales extranjeros que no suelen tener gravámenes significativos). Tal vez por eso, y tomando en cuanta la conjunción de aspectos económicos, sociales, culturales, tecnológicos, medioambientales y políticos es que no resulta sencillo resolver una cuestión como la de la minería sin romper prejuicios y sin afectar intereses y encontrando la fórmula que garantice la permanencia de los derechos de la población a la vez que habilita un crecimiento económico que vuelva sustentable un proyecto socialmente más justo y que debe tener alcances nacionales (en Bolivia y Ecuador, países gobernados por proyectos populares, aparecen problemas y conflictos no muy distintos a los que hoy se discuten en Argentina).
La cuestión, retomando lo inicialmente señalado, es de qué manera se vuelve posible compatibilizar los intereses particulares (que incluso cuando toca la grave y delicada cuestión ecológica se vuelve un problema más amplio y general porque sus consecuencias se derraman más allá de la región y de la coyuntura) con los de la Nación en su conjunto. Dicho de otra manera: cómo equilibrar la necesidad del desarrollo y crecimiento económico (que trae aparejado problemas de distinto tipo y entre ellos el de la sustentabilidad del medio ambiente versus la depredación que es propia de una lógica del capitalismo más interesado por la rentabilidad que por la preservación y el cuidado) que aspira a volver más igualitaria la sociedad con las distintas problemáticas de contaminación que se derivan de ciertas áreas productivas (la expansión de la frontera sojera es otro ítem decisivo a la hora de sincerar esta discusión entre generación de riquezas y de recursos que pueden derivarse a áreas claves como educación, salud y vivienda y, al mismo tiempo, lo que provocan en términos de despojamiento, injusticias, daño ambiental, riesgo de monocultivo, etc.). Y, a su vez, también resulta importante no reducir ni resumir todo lo que sucede en el país bajo el nombre, ahora convertido en emblemático, de “Famatina” y transformar la totalidad de la política del Gobierno nacional, que ha mostrado ampliamente que busca satisfacer las necesidades y las demandas de los sectores mayoritarios y postergados, en una supuesta complicidad con las empresas dedicadas a la megaminería o a cualquiera de las otras políticas extractivas o cerealeras. Encontrar los vasos comunicantes es una tarea imprescindible que compete a los distintos actores. Insisto en ver de qué modo se puede compatibilizar desarrollo económico, innovación tecnológica, reindustrialización, problemática medioambiental y derechos propios de cada actor en particular. Éste es el gran desafío de la actualidad que, como escribe Diego Tatián de manera elocuente y con palabras que suscribo, va asumiendo la forma de una “conciencia cada vez más extendida de que la extracción de oro no es necesaria para vivir ni para vivir bien, y que en cambio presupone una depredación de lo que sí es vitalmente necesario, plantea un límite no sólo a un modelo de extracción minera que procura establecerse, por fortuna no sin importantes resistencias sociales, sino a la economía toda, y nos confronta con la oportunidad de pensar un salto que permita incluir cada vez más sectores populares, pero de otra manera. Si ello se produce, si la movilización y la discusión extendida son capaces de acuñar un modelo de inclusión sin daño, más que nunca hallaría su designación en la palabra ‘kirchnerismo’.”
Por otro lado, y aunque no lo desarrollaré por falta de espacio, otro ejemplo de tensiones entre lo particular y lo general, es el conflicto que se desató producto de la cancelación de un contrato con el correo argentino en Chubut que causó el despido de 200 trabajadores. El sindicato de los camioneros busca nacionalizar un conflicto que es local y lo hace doblando muy fuertemente la apuesta crítica que ya iniciara Hugo Moyano con su discurso de Huracán en el que fustigó muy duramente al Gobierno nacional. Lo que queda claro es que los intereses particulares, en este caso de los trabajadores camioneros cesanteados en Chubut pero también, y fundamentalmente, los que defiende el líder de la CGT y que están anclados en una cierta concepción del propio peronismo, del imaginario de un partido neolaborista y de una perspectiva fuertemente sostenida en la autorreferencialidad corporativa, son privilegiados por encima de la defensa de un proyecto iniciado en mayo de 2003 que logró, entre otras cosas, revertir la fragilidad del sistema de derechos en el campo del trabajo, que recuperó millones de puestos, que reintrodujo el sistema de paritarias y que le permitió a los sindicatos recuperar su capacidad de disputa y negociación. Moyano, determinado a defender a capa y espada su visión particular, pierde de vista el interés general que, en este caso, es equivalente al de los propios trabajadores que dice defender. Y eso no significa que los sindicatos deban renunciar a demandar lo que consideran justo o a defender a sus agremiados en casos en los que las empresas precarizan sus trabajos o utilizan la herramienta vil del despido. Saber encontrar el equilibrio es, también, una de las sutilezas del arte de la política allí, incluso, donde la diversidad de interpretaciones no puede hacer invisible el núcleo de acuerdos que, al menos en esta etapa argentina, vincula los intereses de los trabajadores sindicalizados con el proyecto desplegado por el kirchnerismo. Dos cuestiones muy distintas, la de la minería a cielo abierto y la de la fuerte discrepancia que hoy parece enfrentar a la CGT comandada por Hugo Moyano con el Gobierno nacional, pero que me permitieron abordar un problema no menor como lo es el del vínculo, casi siempre complejo y arduo, entre lo particular y lo general.


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