miércoles, 30 de noviembre de 2011

Del mito campestre al nombre de Cristian Ferreyra

Por: 
Ricardo Forster
La contraposición entre la vida rural y la vida urbana ha sido, desde tiempos remotos, un tema recurrente que ha obsesionado a narradores, poetas, filósofos, historiadores, teólogos y sociólogos. Ya la tradición bíblica vincula a los descendientes de Caín con la construcción de ciudades y, como complemento, con la herrería y los trabajos artesanales. Incluso la mezcla de animadversión y envidia que lo separa de Abel, el pastor, y que se volverá homicida, tiene relación directa con quien establece una relación más sedentaria dedicándose a la agricultura y a modificar la creación de Dios. En Caín se encuentran los rasgos enviciados de los habitantes de la ciudad junto con la pérdida de la inocencia y la virtud de las que era portador el pastor asesinado. Hay, desde el comienzo, algo siempre enrarecido y problemático que prevalece en quienes se arraciman en las ciudades, mientras que aquellos otros que eligen quedarse en medio de la naturaleza logran sustraerse a la corrupción de la vida urbana. Pese a que con el transcurrir de los siglos ha prevalecido la expansión casi ilimitada de la acción transformadora, multiplicada por el avance prodigioso de la ciencia y la técnica, que no han dejado nada sin tocar multiplicando las ciudades y sus miles de millones de habitantes hasta alcanzar y superar a quienes han permanecido en el ámbito rural, sigue persistiendo la nostalgia por esa pureza extraviada y por esa pátina de visión idílica que todavía acompaña, cuando del campo se trata y de la supuestamente sencilla vida campesina, a gran parte de los habitantes de esas ciudades hormigueantes y corrompidas.
Un antiguo mito sigue vigente entre nosotros: frente a la ciudad enviciada y prostibularia se levanta la virtud del campo y de su gente. Desde la lejanía milenaria de Hesíodo, el primer poeta que le cantó a la vida campesina contraponiéndola con la incipiente sociedad urbana, la literatura y el habla cotidiana han transitado con fruición ese mito del origen que nos ofrece la imagen del bucolismo agrario, ese ámbito próximo a la naturaleza en el que las personas todavía cultivan no sólo la tierra sino los valores. Más cerca de nuestra actualidad, casi a la vuelta de la esquina, vimos con qué potencia renacía y se multiplicaba el imaginario de la pastoral campestre. Desde las usinas mediáticas se apeló, con expansiva fruición, a recordarnos que desde lo profundo de la pampa, allí donde crecen nuestras riquezas mitológicas, se rebelaban contra la impunidad y el saqueo de los gobernantes de la ciudad política, los hombres y las mujeres de tierra adentro, los portadores de la “reserva moral” de un país a la deriva capturado por las falsedades de un gobierno prisionero de la “maldad” urbana. Como los antiguos campesinos de la Hélade cantados por Hesíodo, nuestros dueños de la tierra se transformaron, por arte y gracia de los grandes medios de comunicación, en la garantía última de nuestra nacionalidad, en los portadores de una virtud que vendría finalmente a salvarnos de la amenaza populista que, como todos sabemos, se fue formando en los arrabales oscuros de ciudades envilecidas.
“El campo” se convirtió en el santo y seña de la resistencia del “pueblo decente y trabajador”, de los famosos “productores”, ante el intento del gobierno nacional (que tiene su sede en la más babilónica de las ciudades: Buenos Aires, y una inclinación malsana hacia el demonio populista) de apropiarse del esfuerzo y el sudor de quienes, al igual que sus abuelos, sólo tienen para mostrar las manos encallecidas y la simplicidad de un lenguaje que nos recuerda que todavía existe, no muy lejos de nuestras ciudades mefistofélicas y contaminadas por la peste de la política, un mundo de gente simple y sencilla que no sabe de maldades ni de explotaciones ni de aquello de quedarse con la riqueza ajena ni ha olvidado lo que significa vivir en comunidad.
Para los habitantes culposos de urbes contaminadas quedaba como única alternativa reivindicar ese imaginario cultural que muchos de ellos habían adquirido de tanto mirar, por televisión, La familia Ingalls, arquetipo de una vida siempre añorada en medio del ruido, los autos, los millones de transeúntes y el asfixiante cemento. De la noche a la mañana “el campo” volvió a asemejarse a nuestros libros de lectura escolares allí donde con preciosos dibujos extraídos de nuestras puras fantasías, la vaquita, el trigo y el maíz se transformaban en el núcleo de nuestras riquezas míticas, el punto de partida de todo lo que somos y comemos. Entre el idilio y la nostalgia por lo nunca vivido pero siempre añorado se abrió paso el relato que vino a ocultar la otra realidad del campo. Caín, como siempre y desde el comienzo de los tiempos, volvía, una y otra vez, a asesinar a su hermano Abel, el mítico pastor siempre presto para extender su mano hospitalaria y dadivosa en ofrendas al Señor. Por esas extrañas piruetas que suele hacer la historia en nuestro país, atravesado de lado a lado por el relato de un origen añorado como esencial, los culposos habitantes de las ciudades se sintieron convocados por el “llamado de la tierra” expresado por la mítica Mesa de Enlace capaz, utilizando los recursos de los nuevos narradores mediáticos, de ofrecerse como los representantes de esa pureza extraviada. Lo que desde siempre han ocultado es el otro rostro de Abel: el de los verdaderos oprimidos, el de quienes no tienen otro recurso para defenderse que sostener con voluntad inquebrantable el derecho a la resistencia.
Ante el asesinato a mansalva de Cristian Ferreyra, un joven campesino santiagueño y miembro del Mocase, por parte de un sicario de los patrones sojeros que buscan expandir la frontera agrícola sin importarles nada de nada salvo sus propios intereses, se derrumba, como no podía ser de otro modo, el relato bucólico y falso de un mundo agrario erigido en espejo de comunidades amables e integradas en las que, sin embargo, la brutalidad, la expropiación de tierras, el saqueo y el engaño, la explotación y la violencia nos devuelven la realidad cotidiana de miles y miles de campesinos que sufren a esos mismos que durante el conflicto por la 125 fueron exaltados como “el campo”. Cristian Ferreyra fue asesinado por la codicia de quienes no dudan en expropiar y en expulsar mientras desmontan miles de hectáreas modificando irreversiblemente un paisaje en el que nada permanece como era y en el que la vida rural muestra ese rostro de la impunidad y la violencia que suele ser invisibilizado por los constructores del mito agrario en el que da lo mismo ser dueño de gigantescas extensiones de tierra que sudar de sol a sol para llevarle un poco de alimento y dignidad a los hijos (todavía recuerdo un artículo del inefable Joaquín Morales Sola en el que se refería a los miembros de la Sociedad Rural como “campesinos” sepultando, de este modo tan cínico, siglos de explotación y humillación de quienes por lo general fueron expropiados de sus tierras por aquellos a los que el escriba del diario conservador cobijaba en la vastedad de un sustantivo que nada tiene que ver con la fastuosidad de riquezas construidas con el sudor de los otros).
Pero Cristian Ferreyra, su asesinato, nos recuerda lo no resuelto, lo que una y otra vez ha sido postergado en el país de las pampas fértiles, en el “granero del mundo”, y que no es otra cosa que la cuestión, antigua y actual, de la propiedad y de la distribución de la tierra. Lo que ese escopetazo criminal intentó callar es un grito milenario de dignidad y rebeldía, un grito que nace de gargantas que no aceptan la humillación ni la expulsión de sus legítimas tierras en nombre de un progreso construido sobre la explotación y el dolor. En un tiempo argentino en el que se recuperan, gracias a lo abierto con tozudez y voluntad transformadora en mayo de 2003, viejos derechos sociales y laborales y se inventan nuevos que responden a demandas actuales, en el que se afirma, con hechos y no con retórica hueca, una y otra vez que estamos abandonando el neoliberalismo avanzando hacia una distribución más equitativa de la renta, resulta intolerable que los desheredados de la historia, los que han padecido el saqueo de sus pertenencias y, en muchos casos, de sus memorias ancestrales, los que fueron obligados en sucesivas oleadas de “avance civilizatorio” a abandonar sus lugares de origen para ir a sumarse a los suburbios miserables de las grandes ciudades, los que, sin embargo, han permanecido tozudamente trabajando la tierra que han cultivado por generaciones, reciban la descarga de una violencia permanente que busca, ahora sí y definitivamente, expulsarlos para que “el oro verde” siga llenando las arcas de los explotadores de siempre, los viejos y los modernos, los que portan apellidos “ilustres” y los recién llegados al “negocio” de la soja que, sin los recursos económicos de los dueños de miles de hectáreas en la famosa “zona núcleo” de la pampa húmeda, buscan su propia quimera del oro echando de tierras pobres y yermas a quienes, con esfuerzo y tesón, siguen extrayendo lo mejor de esa geografía calcinada por la avidez de los eternos ricos de ayer y de hoy.
Resulta insostenible la continuidad de las complicidades entre oscuros propietarios, capangas de otras épocas que se creen dueños de la vida y de la muerte, policías, jueces y políticos que siguen manteniendo, en provincias como Santiago del Estero, la lógica del vasallaje de los tiempos del virreinato. Un proyecto que se ha mostrado como reparador de vida social y de memoria histórica, que ha recuperado la lengua política como instrumento al servicio de causas populares, debe también avanzar, con coraje y decisión como lo ha hecho en otras esferas de nuestra sociedad sin importar a qué poder se cuestionaba, allí donde se perpetúan prácticas semifeudales. Aquellos que intentaron e intentarán doblegar la voluntad del gobierno nacional inyectándole su visión conservadora son los mismos que se ofrecen como aliados ejemplares. Como ha dicho un dirigente del Mocase, la avalancha de votos conseguidos en Santiago del Estero por el Frente para la Victoria no le pertenecen al gobernador sino a lo que Cristina, y la apuesta reparadora que su nombre suscita, viene significando para los sectores populares.
El nombre de Cristian Ferreyra debe convertirse en el santo y seña de un nuevo tiempo argentino, un tiempo que viene desplegándose desde mayo de 2003 y que ha invertido la inercia de una historia inclinada siempre hacia la desigualdad, la explotación y la arbitrariedad de los poderosos y que exige, hoy, acá y entre nosotros que la justicia y la dignidad alcancen a los condenados de la tierra. Es tarea del gobierno impedir que la sed de riquezas siga devorándose la vida de los que menos tienen. Una tarea que incluye la búsqueda de equilibrios entre la lógica del desarrollo y del crecimiento económico con los derechos y las tradiciones de quienes desde siempre han habitado una parte sustancial del territorio nacional y que con su esfuerzo y su trabajo garantizan el cuidado de la tierra, la sustentabilidad medioambiental y la soberanía alimentaria.
No se trata de oponer como irreconciliables a la ciudad y el campo, ni tampoco es cuestión de edificar utopías campestres que, alejadas de las inclinaciones mefistofélicas de los herederos de Caín, nos devolverían la vida verdadera extraviada entre los vicios de las megalópolis y los tentáculos asfixiantes de tecnologías endemoniadas. Se trata, por el contrario, de encontrar el delicado equilibrio entre un desarrollo necesario y sin el cual todo proyecto de nación se vuelve inviable, y el cuidado que le debemos a la naturaleza y a quienes con su inmenso esfuerzo se dedican a extraerle sus riquezas. Equilibrio entre lo prodigioso y fáustico de una época científico-técnica y una concepción de vida buena que incluya, en un mismo abrazo, a los seres humanos y a la propia tierra. No hay, no puede haber, proyecto democrático, popular e inclusivo que descuide a los más débiles, a aquellos que desde el fondo de los tiempos han sido las víctimas de quienes amparados en las exigencias sacrosantas del “progreso” no han hecho otra cosa que aumentar sus riquezas multiplicando las injusticias y las penas de los incontables Cristian Ferreyra.

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